Entre el ruido y la estabilidad, legislatura incierta
Por mucho que campen los insultos y las descalificaciones, y cómo campean, lo que cuenta es la mayoría de votos
Ya tenemos instalado el tono. Los ásperos decibelios del debate de investidura marcarán la legislatura. Eso, la aspereza galopante y los intentos de judicialización de la política por parte de los partidos de la derecha, esta vez dirigidos contra el gobierno de Pedro Sánchez.
Con lo primero, no basta, puesto que al final, por muy desagradables que sean las palabras, y lo son, por mucho que campen los insultos y las descalificaciones, y cómo campean, lo que cuenta es la mayoría de votos. Si no hay defecciones, la estabilidad parece asegurada. ¿Por qué iba a haberlas?
Es de temer, para quienes confíen en ella, que la vía judicial tampoco va a precipitar al ganador del debate hacia la inhabilitación o algo parecido. Una cosa es juzgar a unos líderes independentistas y otra muy distinta al propio gobierno.
Máxime cuando todos los ministros están advertidos de la sensibilidad a flor de piel, mejor dicho los sarpullidos y comezones que ocasionaría cualquier concesión de cierto calado a ERC. Una cosa son los gestos, las reuniones, que las habrá, y las buenas intenciones, que serán manifiestas. Otra muy distinta que se traduzcan en hechos condenables, y menos por los tribunales.
Por cierto que en la todavía joven aunque no lo parezca democracia española, se encuentra un precedente, exitoso por mas señas, de ruido ensordecedor y tribunales en acción que precipitó el final de una legislatura. ¿Se acuerdan?
La referencia es la quinta legislatura, la última bajo la presidencia de Felipe González, iniciada en junio de 1993, que no llegó al final debido de manera muy principal a los lodos de la corrupción combinados con el escándalo del GAL.
Poco antes de aquellas elecciones, José María Aznar ya preparaba su traslado a La Moncloa. Incluso ganó, y de calle, el primer debate televisado. Sin embargo, la maniobra desleal y torticera de González en el segundo, que concluyó afirmando que si ganaba Aznar iban a bajar las pensiones, proporcionó una ajustada victoria socialista.
González pactó con Pujol. Inmediatamente, una porción nada despreciable de la artillería pesada popular se dirigió contra el contrafuerte de los socialistas, o sea CiU. Por una parte, el gobierno era sometido a un descrédito creciente. No se hablaba de otra cosa que de la corrupción y el terrorismo de estado.
Según me contaban por aquel entonces fuentes protagonistas del apoyo de CiU al PSOE, González estaba dispuesto a llegar hasta el final. Pero llegó un momento en el que los convergentes ya no podían resistir la presión, de manera que acordaron un final precipitado de la legislatura.
En las siguientes elecciones, ganó Aznar, pero su victoria resultó, a pesar de todo, tan ajustada que no tuvo otro remedio que acordar con los nacionalistas de Pujol el famoso Pacto de Majestic (que, dicho sea de paso, cumplió a rajatabla y a la mayor celeridad).
Para lo que aquí interesa, el resto no importa. Al comparar la situación que condujo a Aznar a la presidencia, en la que Pablo Casado parece inspirarse, con la presente saltan a la vista tres diferencias cruciales. La primero, es la amalgama, la diversidad y lo ajustado de los apoyos que necesita Sánchez para conseguir mayorías, no en vano es el presidente elegido con un menor número de votos favorables.
La segunda es que en vez de depender como Felipe en última instancia de un partido bien acomodado en el poder regional, la CiU de Pujol, Sánchez depende de un líder independentista condenado por el TS y encarcelado por lo menos hasta el momento de escribir estas líneas.
Pese a todo ello, la tercera diferencia consiste en la invulnerabilidad de ERC a los ataques del triplete formado por PP, Vox y Cs. El gobierno de coalición entre PSOE y Podemos está diseñado para perdurar, casi podría decirse que blindado. Sobre la seriedad del apoyo del PNV caben pocas dudas.
El eslabón débil, o el menos fuerte, es ahora la ERC de Oriol Junqueras. Si bien cualquiera puede preguntarse qué más condenas pueden sufrir sus líderes si con la que les ha caído y les sigue cayendo han protagonizado una abstención que en el fondo es un voto favorable. La respuesta es nada.
El problema principal de Sánchez a la hora de perdurar no es pues la derecha o los tribunales sino que anda más lejos. No está en España sino allende sus fronteras. Se llama, ya lo habrán adivinado, Carles Puigdemont.
Si el flamante y contra pronóstico eurodiputado consigue que su variopinta y deslavazada organización (de algún modo hay que llamarla) derrote de nuevo a los de Junqueras en las próximas elecciones autonómicas catalanas, sean cuando sean, la estabilidad se verá seriamente comprometida.
Si por el contrario ERC consigue el anhelado primer puesto y el subsiguiente trofeo de la presidencia de la Generalitat, el pronóstico se inclina mucho hacia la estabilidad. El resto, salvo novedad hoy por hoy imprevisible, es ruido. Más o menos ensordecedor, pero ruido. Ruido a un lado, mayoría en el otro.