En las cunetas de la memoria
Mi tío tuvo que pelear en distintos frentes de batalla sin que, según contó, se le presentara ninguna oportunidad para desertar y cambiar de bando
Después de ver a Pedro Sánchez paseando por Manhattan he estado tentado de titular este artículo “Yo también tuve un tío en América”. Era el hermano mayor de mi padre. En 1936, cuando estalló la Guerra Civil española, tenía 18 años. Había estudiado en un colegio religioso de San Sebastián. Por aquel entonces mis abuelos paternos se repartían la formación de sus hijos en un 50%. Él se encargaba de inculcarles el nacionalismo sabiniano; ella, el catolicismo más rancio. Así que cuando estalló la contienda, a mi tío Juan, que así se llamaba, le costó poco coger el petate y escaparse, junto con un compañero del colegio de su misma edad, al frente de Bilbao. Su intención era unirse a los gudaris vascos que defendían la República.
Y digo escaparse porque ambos, mi tío y su amigo, lo hicieron sin que sus respectivas familias lo supieran. Así que se lanzaron a los montes y caminos que hay entre las dos capitales vascas para recorrer a pie los más de cien kilómetros que las separan. El destino quiso que un destacamento de requetés les diera el alto en plena noche. La bisoñez de los dos jóvenes les delató y no pudieron evitar que los soldados nacionales descubrieran sus verdaderas intenciones: unirse a los gudaris. Así que los ataron a un árbol con la intención de fusilarlos sin más discusión.
La suerte quiso que el capellán de los requetés, que se acercó para interesarse por los dos desdichados, descubriera que se trataba de alumnos a los que él había impartido clase. Dos jóvenes, hijos de familias profundamente católicas, no podían acabar así. Y su destino cambió de manera radical. Les quitaron las cuerdas que les ataban al árbol y a cambio les dieron un fusil y les colocaron una gorra con una borla que les caía por la frente. Irían hacia las posiciones de los gudaris, como era su intención, pero no para unirse, sino para atacarlas.
La guerra continuó y mi tío tuvo que pelear en distintos frentes de batalla sin que, según contó, se le presentara ninguna oportunidad para desertar y cambiar de bando, como era su intención. Hasta que entró en Madrid con las tropas de Franco. Entendió que en el caos que se adueñó de la capital se darían las circunstancias idóneas para mezclarse entre la población civil y abandonar así, por la vía rápida, el ejército. Ya de paisano se dispuso a salir de la ciudad para regresar a casa, pero la mala suerte hizo que un oficial descubriera sus intenciones. A pesar de todo, logró regresar al norte, como era su objetivo, solo que como integrante de un pelotón de castigo destinado a reforzar las carreteras del Pirineo.
Fue uno de los miles de castigados a tirar de pico y pala después de haberse jugado la vida en las trincheras. Abreviando, la cuestión es que consiguió escapar, cruzó la frontera con Francia y pudo llegar hasta Burdeos. Allí encontró trabajo de marinero en un mercante que le llevó por varios puertos del mundo. Se quedó en Nueva York, se casó con una norteamericana y adoptó la nacionalidad. No tuvieron hijos. Yo le conocí a principios de los años 70, cuando el franquismo le permitió regresar a España.
Mi tío era alto, más que mi padre, que también lo era para la época. Así que cada vez que sonaba la canción “Yo tengo un tío en América” me lo imaginaba paseando por las calles de Manhattan, como un “Llanero Solitario” en busca de no se sabe qué. Murió a finales de los 80 y quiso que le enterraran en el panteón familiar de San Sebastián.
Conocí la historia a través de mi padre, con quien se carteaba, y a quien prácticamente tuve que arrancarle el relato y sus detalles. Siempre percibí cierto pudor en mi familia a contar cualquier detalle de la Guerra Civil. Mi abuela tuvo que exiliarse a Francia con los hijos más pequeños y seguro que sus penurias, como las de miles de españoles, dejarían pequeñas las de mi tío. Así que en mi familia se impuso evitar transitar por los caminos del pasado para dejar que la hierba creciera y los tapara. No había nada de qué avergonzarse. Ni de qué enorgullecerse.
Si me he animado a contar esta historia familiar, común, similar o parecida a las de otras familias, no es por hacer justicia a nadie (mi padre decía que a su hermano le tocó vivir su vida y que a los demás la suya) ni siquiera para recuperar de la cuneta de mi memoria la historia que le tocó vivir a mi familia. Ha sido un acto reflejo cuando he visto a Pedro Sánchez paseando por Manhattan.
Y es que mi memoria democrática se mueve al ritmo de “Yo tengo un tío en América”.