En el paseo Lluís Companys, un 15 de octubre

El martes día 13 me trasladé al paseo Lluís Companys de Barcelona para apoyar a la exvicepresidenta Joana Ortega y a la consejera Irene Rigau. El antiguo Salón de Víctor Pradera, que es como se llamó este paseo durante años en homenaje a un conocido fascista vasco y antiguo carlista asesinado en 1936, estaba lleno de gente que las vitoreaba. El día 15, cuando se cumplía el 75 aniversario del fusilamiento del presidente Companys, volví al mismo paseo para apoyar al presidente Artur Mas, imputado como ellas en el proceso participativo del 9N del año pasado. El gentío era aún mayor.

Centenares de ciudadanos corrientes y autoridades, entre las cuales más de 400 alcaldes, se agolparon en los aledaños del Palacio de Justicia, actual sede del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya (TSJC), que en otros tiempos albergaba, en uno de los laterales (el que corresponde a la calle de Almogávares) los juzgados de guardia. Ante la puerta de ese siniestro juzgado esperé muchas veces que el juez de turno decidiese qué hacer con mi señor padre, que era un antifranquista redomado.

Si este fuese un país normalizado de verdad, ese Palacio de Justicia debería tener una placa que recordase el mucho sufrimiento que se padeció dentro de sus paredes. En la capital de Lituania, Vílnius, por ejemplo, la parte baja de la fachada de lo que había sido la comisaria central de policía, es hoy un monumento a las víctimas del comunismo, pues están esculpidos los nombres de los detenidos. Se pueden contar a miles.   

Cuando yo esperaba la decisión del juez sobre la libertad o la prisión de mi padre, éramos pocos los que estábamos a fuera. Al otro lado de la calle, frente a la puerta, se amontonaban mi madre y mis hermanos y algunos miembros del partido al cual pertenecía mi padre, el FNC, el primer partido independentista de la postguerra, creado en 1939 como red de ayuda a los aliados y como frente de resistencia nacional catalana al franquismo. Mis recuerdos de entonces son tristes, como les será fácil comprender. Aún no había cumplido los catorce años.

Esta semana, en cambio, el paseo Lluís Companys era una fiesta. Nadie diría que los presentes estuviesen asustados, ni que el imputado, el presidente Mas, estuviera especialmente nervioso. Llevaba, además, la corbata de las grandes ocasiones, la corbata de la suerte, la que se anuda como si fuese una especie de talismán. Lo que me parece raro es estar en el mismo sitio a mis casi cincuenta y ocho años para defender la democracia, a pesar de que el dictador esté criando malvas desde 1975.

Mas, que se dio un baño de multitudes frente al TSJC antes y después de declarar ante el juez, demostró lo que todo el mundo sabe, que sigue siendo el principal líder institucional en el que confía mucha gente. La mayoría. Incluso algunos diputados y exdiputados de la CUP lo entienden perfectamente, y allí estaban dando la cara a favor del presidente. De hecho, tuve la satisfacción de tomar un selfie con Antoni Llimona y Pep Riera, el antiguo dirigente de la Unió de Pagesos y actualmente en el entorno de la CUP. También pude saludar a Jaume Soler, alcalde de la CUPA (Candidatura Unitària i Popular d’Arbúcies), entre 1979 y 2003, y que durante años fue el emblema del independentismo alternativo en Catalunya desde su pueblo: Arbúcies. En el paseo Lluís Companys, la ideología era lo de menos.

Dentro de la sala del tribunal, Mas se autoinculpó por la organización de la consulta alternativa de noviembre del año pasado. Fuera, se reafirmó como líder del proceso independentista, porque se sabe que él es la rótula que aúna moderados y radicales en pos del soberanismo. Quien lo obvie y diga lo contrario, estará tan ciego como aquellos que, cuando el Ayuntamiento de Barcelona decidió ponerle el nombre de Lluís Companys a lo que en el Pla Cerdà era la prolongación del paseo de Sant Joan, escribieron sandeces para oponerse al cambio.

Su argumento consistió en equiparar la muerte de Víctor Pradera, a manos de los milicianos, con el fusilamiento planificado del presidente Companys, que lo fue por ser, precisamente, presidente de la Generalitat de Cataluña. Inclusive el nieto de Pradera, el editorialista de El País Javier Pradera, que murió el 20N de 2011, sabía que esa comparación era imposible y por eso nunca se quejó del cambio.