En defensa de la derecha
La confusión es la tónica. Los ciudadanos asisten a una batalla partidista en España que sigue sin entrar en las cuestiones de fondo. La propia sociedad española tiene dificultades para hallar aquello que podría ser satisfactorio para el conjunto. Y es lógico porque la información fluye sin descanso, y llega mediatizada por impactos, por televisivos mensajes que generan un embrollo mayor.
En Barcelona se celebra el Mobile World Congress. Este lunes los congresistas comprobaron que, a pesar de generar riqueza en la ciudad, se había convocado una huelga en el metro, que se mantendrá, salvo que las negociaciones de última hora tengan éxito, este miércoles. Al margen del grado de afectación –dispusieron de autobuses lanzaderas privados– la huelga ha subrayado las contradicciones de una alcaldesa, Ada Colau, y de un partido de izquierdas, Barcelona en Comú, que han llegado a calificar de «desproporcionada» la iniciativa sindical. Es evidente que no es lo mismo ejercer de activista que dirigir una ciudad de la envergadura de Barcelona.
Pero no se trata de cargar las tintas contra una formación de izquierdas. Lo que esta experiencia pone de manifiesto es el maniqueísmo en el discurso político. Se es de izquierdas, pero hay que atender una huelga supuestamente de izquierdas.
España está recuperando un viejo lenguaje, que se consideraba superado, en una especie de conexión con los que defendían la ruptura, frente a la reforma, en la transición. «No se puede pactar con la derecha», o «esas políticas de derecha se deben desterrar», son expresiones que se han pronunciado en las últimas semanas. Lo preocupante es establecer una dicotomía inseparable entre la supuesta derecha y la supuesta izquierda, creando una trinchera que no beneficia al conjunto de una sociedad.
La defensa de la derecha que se propone no significa el apoyo a unas siglas determinadas. Se trata de ensanchar el debate, de alentar espacios comunes, en los que caben propuestas concretas para mejorar la actual situación en España. El lenguaje explica muchas cosas, y una de las prioridades debería ser el abandono de prejuicios.
El politólogo Victor Lapuente señala que los políticos se están transformando en guerreros culturales, y, como en otras cuestiones, la innovación procede de Estados Unidos, cuando Pat Buchanan se enzarzó en una batalla cultural contra Bill Clinton. «Para los guerreros culturales, la política no es un proceso de negociación para alcanzar un consenso, sino una lucha entre el Bien (prohibir el aborto y el matrimonio homosexual, permitir las armas y la pena de muerte) y el Mal (lo contrario). El político apela a su tribu cultural. No quiere conquistar al votante centrista, sino movilizar a los extremistas», afirma Lapuente en un artículo de reciente publicación.
Eso lleva a ridiculizar «a la derecha», o, también es cierto, «a la izquierda». Y resulta que el campo de juego debería ser muy amplio.
El Gobierno de «derechas» de Mariano Rajoy, por ejemplo, erosionado por los casos de corrupción que afectan al PP, ha tenido un gran mérito en los años de crisis económica a juicio del presidente del Círculo de Economía, Antón Costas. ¿Saben cuál?
Costas sostiene, como catedrático de Política Económica de la UB, que lo mejor del Gobierno es que «ha incumplido el déficit».
Las risas podrían ser sonoras, si el interlocutor fuera un destacado izquierdista, porque se supone que un Gobierno de derechas nunca permitiría un déficit tan alto. Resulta que, según el consenso académico, y admitido por el FMI, un mayor recorte del déficit hubiera limitado el crecimiento del último año y medio. El propio Rajoy, –aunque pudiera entenderse como una acción a la desesperada– se ha mostrado dispuesto a pedir a la Comisión Europea un plazo más laxo para cumplir con los objetivos de déficit, como defiende el PSOE.
Sin embargo, la idea que permanece es que los recortes –que se han producido, es cierto—han sido devastadores y que el Gobienro sólo ha tratado de reducir el déficit, siguiendo la política del llamado «austericidio» de Bruselas. ¡Y Costas aparece y dice que el mayor mérito es no haber cumplido esas directrices!
La cuestión es que la exigencia debería ser mayor para que ninguno de los representantes de los ciudadanos acabe siendo una especie de guerrero cultural, como apunta Lapuente. No son tiempos para esas guerras.