¿Empresas catalanas a Madrid? No, el problema es otro

La publicación esta misma semana de un estudio basado en datos del Registro Mercantil español sobre movimientos empresariales de localización ha suscitado una polémica tan maniquea como inquietante. Madrid, y más concretamente su consejero de Economía y Hacienda, Enrique Osorio, sacan pecho por el importante número de empresas que han decidido trasladar su domicilio social a la capital española en busca de una supuesta centralidad del mercado y de mejor trato fiscal. Alrededor de un 20% de ellas, con sede anterior en Catalunya.

Será el verano o será la situación política, cualquiera de las dos razones, pero nada más conocerse los datos hemos asistido a un contraste de interpretaciones tan superficial como simplón.

Quienes abominan del nacionalismo catalán le han culpado inmediatamente de los movimientos empresariales hacia la capital. A su vez, quienes lo defienden desde instituciones gubernamentales o empresariales también ven argumentos para su causa. Con debates tan viciados y políticamente subyugados resulta difícil extraer alguna conclusión medianamente constructiva.

Hemos olvidado la mayor: ningún empresario en su sano juicio adopta una decisión como la citada en virtud únicamente de razones políticas. Cuando un inversor decide la localización de su empresa tiene en consideración múltiples elementos de riesgo que van desde la fiscalidad, pasando por las infraestructuras, la normativa aplicable, la proximidad a mercados y administraciones, hasta la cualificación de la mano de obra. Son algunas argumentaciones, pero tampoco las únicas que se consideran al evaluar los costes que deberá soportar un negocio.

Otra cosa diferente es que Catalunya ha dejado de tener la mayoría de los elementos de valoración y riesgo a su favor, como sucedió en otras etapas de la historia contemporánea. La globalización ha aproximado los mercados, la mano de obra ha equiparado la cualificación en los territorios, las infraestructuras han mejorado notablemente más allá del Ebro y, finalmente, el espíritu emprendedor se ha universalizado de manera creciente. Por si todo eso fuera poco, además está la política, pero como una derivada más, no como el núcleo argumental.

Algunos de esos elementos los veía con claridad Jordi Pujol
cuando se paseaba por las empresas catalanas animándolas a la internacionalización de sus negocios. Fue un pionero en ese mensaje expansivo y un visionario sobre el futuro del mundo de los negocios. Sus sucesores políticos parecían abundar en esa línea cuando Artur Mas propuso un gobierno business friendly. Pero fue sólo una fe de intenciones, jamás una política aplicada con rigor e insistencia. Un gran fracaso.

El presidente de Pimec, Josep González, que ha salido presto a decir que esos datos esgrimidos por Madrid no tienen importancia, explicaba hace no mucho tiempo que muchos empresarios de Lleida habían decidido trasladar sus negocios a la vecina localidad aragonesa de Fraga. Las razones eran de coste y de proximidad, pero también de fiscalidad y de normativa. Iniciar una actividad en aquel territorio era barato, rápido, ágil y promovido por la administración autonómica. El consejero de Empresa, Felip Puig, también minimiza los datos: al final, dice, a Catalunya le pasa lo mismo que al resto de autonomías, y las mudanzas de empresas equivalen a su peso económico en España. Una justificación de fracaso.

La competencia fiscal entre autonomías no ha favorecido al empresariado catalán, y por tanto tampoco a su tejido de actividad industrial. Levantar un negocio en Catalunya es más heroico que hacerlo en cualquier otro territorio donde siguen aplicándose políticas de atracción de la inversión como las que Pujol puso en marcha en Catalunya (Joan Antoni Solans, entonces todopoderoso hombre fuerte del Incasol, era el hombre de los polígonos industriales a buen precio) en los años 80 para atraer multinacionales japonesas de la electrónica y el motor o alemanas de la química.

Si es cierto que las empresas catalanas no se van a Madrid por razones políticas, también lo es, incluso antes de que llegaran los recortes, que no existe una política activa en Catalunya para atraer y retener a las empresas. Hay parches clientelares y poco más. Y son dos debates que sin solaparse conviven como realidades indiscutibles.

El problema es otro y de raíz: en Catalunya no hay grandes empresas
, tal y como se conciben hoy en el mundo. Si apuramos, podríamos entender que La Caixa y Banc Sabadell, junto a su entorno de empresas participadas e intereses empresariales, son lo más parecido a esos conglomerados empresariales de otros países. En España, esos gigantes se han construido alrededor de los antiguos monopolios, pero también es cierto que las grandes constructoras privadas están en la capital y que la mayor empresa industrial catalana debe ser entre un 10% y un 20% de la gallega Inditex, por ejemplo.

Preferimos, como dijo Lara padre, tener una tienda de renombre en el paseo de Gràcia que un 2% de El Corte Inglés. Los empresarios ni se asocian ni se alían. Vean, por ejemplo, la cantidad de patronales, pequeños gremios, asociaciones empresariales y todo tipo de pequeños lobbys que coexisten en Catalunya. Lo podemos interpretar como una riqueza (el gran asociacionismo del país) o como un defecto sistémico (una muestra de la tendencia natural al aislacionismo de los propietarios). Abogo por lo último.

Esas son las debilidades políticas y estratégicas de una economía que lideró España durante muchos años y que ahora vive encogida e indispuesta en un contexto que aparta el foco de lo sustantivo. Por eso, es falso que nuestras empresas se vayan a Madrid por el debate soberanista. Pero es cierto que desde el ámbito público no existen políticas industriales propias (jamás las han perdido los vascos) y que como territorio se ha perdido impulso y liderazgo empresarial en lo privado. Las razones son diversas y poliédricas, mucho más de lo que el debate público quiere, intencionadamente, simplificar o esconder. Y eso sí que es política, pero de la que no practicamos y de la que nuestros representantes democráticos se han olvidado.