Emilio Cuatrecasas: en casa de herrero, cuchara de palo

Sin abogados no hay Estado de derecho. Sin imparcialidad tampoco, y no puede haber imparcialidad en el caso de Emilio Cuatrecasas, un abogado que es arte y parte. La Audiencia de Barcelona, espoleada por el fiscal Francisco Bañeres, reabre contra él un presunto delito fiscal de efectos corrosivos. A Cuatrecasas le ha pillado la maquinaria tributaria a la que él sortea habitualmente en beneficio de sus clientes.

Con el paso de los días, la expiación del pecado nubla la mente y encana las sienes. La sede del prestigioso bufete barcelonés, situado frente al obelisco de Diagonal, se irisa en las tardes de otoño. Su cuadrícula de cristal es un rasgo de suprema elegancia procesal; pero, bajo esta fortaleza herida, acampan hoy los cazadores furtivos de otros despachos. Los Uría, Roca, Ernst and Young, Clifford Chance o Garrigues están dispuestos morder en la cuota del líder.

Cuatrecasas contornea el riesgo tributario de sus clientes. Defiende la Ley y la sortea sobre la misma tangente. Sin embargo, el portfolio catalán de Cuatrecasas Gonçalves Pereira vive hoy la agonía de su gran activo: la confidencialidad. Sus grandes clientes, Núñez, Carulla, Godia o Andik, entre otros, han acabado retratándose ante la Agencia Tributaria, el auténtico símbolo de un fin de fiesta marcado por la metástasis del Estado. El paro y la corrupción no moverán la calle ni agitarán las conciencias, como le gustaría al hispanista Stanley Payne (La Europa revolucionaria). La pobreza reduce el umbral de euforia; pero el delito de guante blanco es peor, porque desmotiva, y más cuando el ángel tocado, el letrado Cuatrecasas –cruz de honor de San Raimundo Peñafort, patrón del IESE y de la Pompeu– no consigue cerrar la puerta de su propio desván.

Emilio heredó en su momento el bufete fundado por su padre Pedro Cuatrecasas Sabata, que en 1917 promovió una firma familiar de amplitud internacional. Con el tiempo, consolidó lazos profesionales y personales con empresas como Ciba-Geigy, Corsabe, Cofir, Fecsa, Mutua General, Mecalux o Áreas, la empresa que hoy preside su hijo Emilio (casi mil puntos de servicio repartidos por seis países distintos, una plantilla de 6.000 personas y líder español y latinoamericano en restauración de aeropuertos). Cuatrecasas padre siguió la senda de los secretarios de los mejores consejos de administración de la ciudad, tras el rastro de Jaime de Semir, Jiménez de Parga o Pinto Ruíz. El fundador del bufete se hizo de oro y, a su muerte en 2001, legó su patrimonio a su esposa Mayra Correa. Cuatrecasas Sabata había gestado el futuro del bufete con el viento a su favor, cuando la economía crecía y el conocimiento de los códigos entre los exquisitos iba íntimamente unido al éxito profesional.

Unas cuantas décadas después, el apellido Cuatrecasas abunda y redunda. En diferentes puntos del tablero barcelonés, los socios del bufete desparraman sus vinculaciones en instituciones civiles de rango, como el Club de Polo, el Círculo del Liceo o el Ecuestre de García Nieto, donde Esperanza Aguirre ha soltado esta misma semana un discurso trasnochado (“catalanizar España”). Aguirre Gil de Biedma confunde la endogamia con la distancia crítica. Y, en su exceso verbal, no advierte que el palacio Pérez Samanillo, sede del Ecuestre, ya no es el refugio de la pérgola y el tenis.

Las cenizas de la crisis cubren todavía nuestros mejores rescoldos. Aún con el presunto delito a cuestas, Emilio Cuatrecasas ha estado elaborando, junto a su competidor Luis de Carlos (socio director de Uría Menéndez) una plataforma corporativa con vocación de reconducir la “cuestión catalana”, cumpliendo un encargo del Foro Puente Aéreo. Es el baldío empeño de los mejores que, pese a glosar las virtudes de la conexión con la capital, no frecuentan las terminales aéreas del día a día. Emilio vuela en un Jet privado Grumman, el más caro del mercado, y navega en su yate, el Concordia, una cubierta varada sobre el pantalán portuario de Mataró. La Fiscalía le acusa precisamente de refugiar sus bienes personales en un entramado societario “simulado y carente de rentabilidad”, cuyo único fin era distraer su jugosa base imponible. El juez de Instrucción número 32 de Barcelona archivó la causa fiscal contra él en la primera fase del proceso. Sin embargo, la Fiscalía y la Agencia Tributaria recurrieron el archivo; y, ahora, la Audiencia les ha dado la razón: Cuatrecasas creó en 1991 una sucesión de negocios “simulados” con los que eludía impuestos al incluir dentro del patrimonio de la sociedad Emesa bienes de uso y de disfrute personal y familiar, que a continuación fingía que él alquilaba a la empresa.

El abogado se beberá de un sorbo toda la melancolía de un tiempo jalonado de facilidades. De momento, se ha sumido en el silencio y solo dispara a golpe de escueto comunicado. ¿Lo defenderá un penalista, como hace Martell en el caso de Messi o González Franco en el de Liliana Godia? ¿O pondrá su bufete al frente de su propio sumario? El delito fiscal no engendra criminales sino “discrepancias en asuntos de impuestos”, dice un socio del bufete, y Hacienda le da la razón: “nuestro cometido es exponer y recaudar”.

En sus mejores momentos, Emilio Cuatrecasas vertió el fruto de su trabajo en inversoras poderosas, como Metrópolis. Realizó incursiones centelleantes en el negocio hotelero, al estilo de la compra de la antigua sede del HSBC en París junto a Jordi Clos, Lara Bosch, Juan Manuel Soler o Lluís Bassat. Un puntazo del lujo junto a la Ópera de Garnier, en el boulevard de los Anticuarios, que el tiempo ha desgajado de la memoria.

Participó también en operaciones complejas como el apoyo a la expansión de Habitat, la inmobiliaria de Bruno Figueras, cuyo concurso significó el fin del statu quo civilizado entre diferentes grupos familiares. La crisis de Habitat se endureció cuando en 2011 la Audiencia de Barcelona apreció que la inmobiliaria no había engañado a sus accionistas minoritarios rechazando un recurso de Emesa, la patrimonial de Cuatrecasas y de otras dos sociedades.

Dos años más tarde, Emesa aparece de nuevo, esta vez como el soporte mercantil de un posible fraude fiscal. La Agencia Tributaria, el sujeto pasivo en la gestión de los intereses privados, se ha convertido en un hueso. La abogacía tributaria ha dejado de ser una válvula de escape para convertirse en el testigo de cargo. A los fiscalistas les pilla el Fisco. En casa de herrero, cuchara de palo.