Emérito: no news…
Por ahí van, o deberían de ir las decisiones de La Zarzuela. Si entonces se trataba de minimizar el impacto emocional de lo que iba saliendo a la luz, ahora, lo que conviene al rey es dar el asunto por zanjado
Una vez marcadas, para siempre, las diferencias entre Felipe VI y su padre, el asunto no tiene arreglo. En efecto, la condena del monarca a su progenitor y predecesor consistió en renunciar a la herencia, retirarle la asignación y mandarle al exilio. Una decapitación simbólica a toda regla.
De esta manera, tomando unas distancias que el tiempo ha revelado muy drásticas, y aderezándolas con reiterados discursos sobre su propia honestidad, convertida en lema de su reinado, Felipe VI perfiló una personalidad pública. Distante, frío, irreprochable, cumplidor. Sin fallos. Sin grietas. Sin aristas.
Corrían tiempos revueltos en los que la monarquía hispana amenazaba con tambalearse seriamente. Dos años más tarde, una vez calmadas las aguas por obra y gracia de la distancia física y los carpetazos judiciales, el retorno del rey emérito ha vuelto a suscitar polémica.
Pero a diferencia de entonces, ahora ya no se trata, por mucho que algunos lo pretendan, de resucitar el debate sobre si monarquía o república. Ni Podemos ni los independentistas pretenden llegar a tanto, y aunque se lo propusieran, que no es el caso, no cuentan ni de lejos con la influencia o los apoyos como para amenazar, ni de lejos, la estabilidad de la real casa.
«Las andazas del padre no afectan ya a la imagen de su hijo»
En comparación con aquel momento de peligro y zozobra, la polvareda levantada por el retorno del emérito es pasajera. No tiene, ni presumiblemente va a tener, cuentas pendientes con la justicia o con hacienda. Él mismo se jacta de no tener que dar explicaciones, y aunque el tono no es el conveniente en el fondo, no deja de tener razón. Nada de lo que podría decir le convertirá en ejemplar.
Si el retorno no deja a nadie del todo indiferente, muy pronto dejará de ser noticia. Mientras, y según los sondeos, el PP avanza a ritmo de concordia interna mientras las izquierdas siguen peleándose, camino del ocaso, a ver quién se coloca una medalla más marchita en la desinflada pechera.
Aunque en estos días, y mirando a la superficie pueda parecerlo, en España no hay debate de fondo sobre la forma del estado. Las preocupaciones de unos y otros, de los que se preocupan por mantener el poder o alcanzarlo, pasan por otros derroteros. Mientras, el común de la ciudadanía, o gran parte de ella, les da por inútiles a todos y dedica sus cuitas, unos al día a día de la supervivencia y muchos más a planificar sus vacaciones para pasarlo lo mejor posible. En España, el verano ya ha comenzado. Será largo.
Relación padre e hijo
Tras las elecciones andaluzas, que no tienen pinta de marcar una cambio de tendencia, sino de afianzar la actual, no va a ser fácil inventar serpientes capaces de despertar el interés del personal. Desde luego, las idas y venidas del emérito no apuntan a convertirse ni en víbora ni en culebra.
Por ahí van, o deberían de ir las decisiones de La Zarzuela. Si entonces se trataba de minimizar el impacto emocional de lo que iba saliendo a la luz, ahora, lo que conviene al rey es dar el asunto por zanjado. Las diferencias en lo público están marcadas. La imagen de Juan Carlos I está fijada, no va a mejorar, pero tampoco puede empeorar.
Lo que cuenta a efectos de futuro y estabilidad es que las andanzas del padre no afectan ya a la imagen de su hijo. De ahí que se abra un espacio para la distensión.
Un espacio que incluso conviene al actual rey, a quien la frialdad, en principio bien recibida, puede incluso convertirse en perjudicial. Ya mucho antes de Maquiavelo se sabía que los príncipes tenían la obligación de hacerse querer. Trasladado el principio al caso, no iría nada mal a Felipe VI mostrar en público que en el fondo quiere a su padre.
Que si no puede perdonarle como rey por lo que no está demostrado, pero todo el mundo cree que hizo, por lo menos sí puede proporcionarle la alegría de ver como su hijo le abraza y le demuestra un cariño filial que todo el mundo encontraría normal. Y al revés, que a nadie dejaría de extrañar si mantuviera la proscripción y la distancia glacial.
Lo que conviene a los dos es que el primero calle lo más posible, se instale en la discreción y el bajo perfil y se mantenga al margen de todo, incluso de sí mismo si fuera posible. Lo que conviene al segundo es aflojar un poco este hieratismo, punto menos que calvinista, que si le hizo algún bien ahora más bien le perjudica.