Elogio de las ciudades tontas

Son los ciudadanos los que deben decidir quién controlará al controlador de quién será la propiedad intelectual que hace inteligente a la ciudad

Cada cierto tiempo, surge un nuevo paradigma que excita por igual a políticos y urbanistas. La última de estas tendencias es el ideal de las ciudades inteligentes, que nos anuncia la buena nueva del éxtasis tecnológico que alcanzaremos residiendo en ciudades artificialmente inteligentes.

En cierto modo, las ciudades han sido desde sus inicios aplicaciones prácticas de la tecnología, desde las técnicas de construcción que nos dieron los rascacielos, al alumbrado eléctrico, pasando por el alcantarillado público y el metro.

El concepto de ciudad inteligente puede acabar siendo un paso atrás si no se acepta que se recopilan constantemente datos personales nuestros

Todas estas innovaciones convirtieron a las ciudades en imanes que atrajeron enormes flujos de población rural, en busca de oportunidades profesionales y de la libertad cívica que brinda el  anonimato y la transparencia que concede el vivir en la ciudad.

Empero, las premisas en que las se basa el concepto de ciudad inteligente bien pueden acabar siendo un paso atrás si caracterizan la vida en las ciudades por la renuncia a la privacidad, que implica aceptar estar constantemente integrado en una ciudad-máquina panóptica, que recopila y controla los datos personales generados por nuestra actividad y conducta.

Porque si la ciudad inteligente es la respuesta, ¿Cuál es la cuestión? El empeño de los megalómanos de Silicon Valley en costear sus particulares visiones distópicas monetizando nuestra relación con la tecnología no resulta muy halagüeño de cara a consentir que los municipios basen sus políticas  en la explotación de nuestra dependencia en datos obtenidos de manera más o menos subrepticia.

Los gigantes tecnológicos pretenden lucrarse con las ‘smart cities’

Especialmente cuando, lejos de ser una demanda que obedece a una necesidad social emergente de abajo arriba, la promoción de la ciudad inteligente proviene de la lucrativa visión de ‘El Dorado’ digital que los gigantes tecnológicos auguran sacar a las ciudades de su estulticia.  

Dados los precedentes en la más que discutible gestión de nuestros datos personales por parte de las empresas que viven de ellos, y habida cuenta de la esperable colusión entre éstas y los órganos políticos, no queda claro cuál sería el rol y la responsabilidad del ciudadano en un modelo de gestión municipal que nos convierte en un producto, privilegio éste por el que además pagaremos con nuestros impuestos.

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Nuestros derechos están en riesgo

China ha promovido un sistema denominado ‘Crédito Social’, carnet cívico por puntos que califica la idoneidad de cada ciudadano según su comportamiento

Pero también se plantean cuestiones acerca de la responsabilidad administrativa y penal de funcionarios y gestores frente a los fallos de los sistemas informáticos que causen dolo, las filtraciones accidentales de datos  agregados personales que vulneren derechos fundamentales, y todo un largo etcétera.

Los riesgos desde el punto de vista de la merma de nuestros derechos civiles que entraña el vivir rodeado de sensores son evidentes; el almacenaje normalizado de obtenidos a partir de geolocalización, reconocimiento facial y de matrículas y de nuestra actividad online como ya se hace en EEUU y China es una prospectiva preocupante que solo despierta interrogantes.

De hecho, China ya está usando un sistema denominado ‘Crédito Social’, una especie de carnet cívico por puntos que califica la idoneidad de cada ciudadano en base de bonificaciones e infracciones que sirven para evaluar el derecho a beneficiarse de servicios públicos y prebendas. El sueño de todo político con vocación de ingeniero social, al alcance de un click. 

La visión local del Big Data

Por otra parte, generalización  de la ‘Internet de las cosas’ a lo municipal, lejos de enriquecer la política municipal, la empobrecería, ya que por mor de la estandarización de la infraestructura tecnológica necesaria para hacer que las ciudades inteligentes sean asequibles llevaría al reúso por parte de otras administraciones locales  de las aplicaciones, por lo que los algoritmos tenderían a devenir ordenanzas genéricas determinadas por la tecnología.

Esto es precisamente lo que ha venido ocurriendo en el mundo empresarial, en el que los procesos de negocio se han estandarizado a causa de las aplicaciones informáticas, son en gran medida intercambiables entre una compañía y otra y hacen muy difícil gestionar las excepciones y la complejidad.

Un modelo urbanístico fundamentalmente escorado hacia los datos sería reduccionista por necesidad, ya que se vería sometido a la presión de los proveedores tecnológicos para simplificar los marcos de gobernanza, para que la legislación se adapte a la tecnología,  antes que al contrario.

El Rey Canuto de Dinamarca nos enseñó que tratar de  detener la pleamar es una majadería, por lo que sería ingenuo no esperar que de una forma u otra, las ciudades acaben estando bajo la influencia de la inteligencia artificial.

Pero al mismo tiempo, sería una insensatez dejar este proceso sin reglar, y en manos de las empresas tecnológicas.

Son los ciudadanos los que deben decidir, sin prisas, y abierta, informada y libremente, cómo, por qué y para qué han de confiar gobernanza y servicios municipales a máquinas virtuales más o menos inteligentes, acordar quién controlará al controlador, y determinar de quién será la propiedad intelectual que hace inteligente a la ciudad

Las ciudades tontas, cuna de la democracia y fuente de libertad, derechos, riqueza y cultura, deben tener la última palabra.