Elogio de la austeridad
Si hay algo en la práctica de las Administraciones Públicas universalmente demonizado es todo lo que suena a austeridad. Aplicar medidas de austeridad sería como una maldad, una suerte de vicio, letal para los ciudadanos, que procede de vaya usted a saber qué clase de conspiración universal. La acusación de ser partidario de la austeridad es, seguramente, una de las formas más fáciles de desacreditar a los gobernantes y uno de los sistemas más directos de conseguir un aplauso unánime.
Se entiende que una política de austeridad es algo intrínsecamente perverso y, además, negativo para el crecimiento económico. La presunta maldad de la austeridad ha dado al término una notoriedad insólita, de modo que gran parte de las protestas contra los dirigentes nacionales e internacionales se publicitan como acciones anti-austeridad.
La popularidad –negativa, claro está- del término consiguió que el Merriam-Webster’s Dictionary le concediera la nominación de Palabra del Año para 2010 por la enorme cantidad de consultas generadas en su página web en esa anualidad.
El asunto carece de toda justificación. Veámoslo. Los conceptos antónimos de austeridad son despilfarro, malgasto o derroche. Por tanto, cuando se exige el fin de las políticas de austeridad, se está reivindicando, implícitamente, el retorno al gasto público suntuario y faraónico, motivado por ambiciones electoralistas y privado de toda racionalidad. Esa es la política que gusta a aquellos gobernantes que anteponen la colecta de votos a la contención en el empleo de los recursos, escasos por definición.
Tenemos en la Europa del sur –y en España, de forma particular- un ejemplo patente desde la instauración del euro: ahí está la motivación principal de los problemas que sufrimos desde 2007. La causa de la gran depresión que se arrastra en los últimos ocho años no fue la austeridad sino la ausencia de austeridad y el endeudamiento masivo consiguiente; en otras palabras, el despilfarro compulsivo asociado a la corrupción.
Una política económica de austeridad no es un invento para humillar a los pueblos. Se trata de una política de equilibrio que exige rigor en el gasto público. Una política que no tiene entre sus objetivos recortar los servicios públicos sino prestarlos con un adecuado control del gasto, sin el derroche sistemático que estuvimos padeciendo, justamente para asegurar las prestaciones –sanidad, educación, pensiones…- que estaban en riesgo.
No se trata de desmantelar el Estado del bienestar sino de controlar el gasto y optimizar los servicios para garantizar su futuro.
El primero que postuló políticas de austeridad, y, además, de forma rotunda, no era un conservador sino el secretario general del Partido Comunista de Italia Enrico Berlinguer en 1977. El dirigente comunista defendió la austeridad como medio de «sentar las bases para la superación de un sistema que ha entrado en una crisis estructural».
Berlinguer afirmó que «austeridad significa rigor, eficiencia, seriedad y también justicia; es decir, lo contrario de lo que hemos conocido y sufrido hasta ahora y que nos ha conducido a la gravísima crisis cuyos daños hace años que se acumulan».
Los excesos estarían, según él, no solo en el gasto de las infraestructuras sino también en ámbitos como la educación o los servicios a cargo de las Administraciones Públicas. Si algo se puede afirmar con seguridad es que sus advertencias cayeron en saco roto y que la situación, en la Europa del sur, hoy es mucho peor. La austeridad no es el problema. Es la solución. La única solución.