El voto, ¿un derecho o una obligación?
El Artículo 23.1 de la Constitución Española prevé el derecho de los españoles al sufragio activo, es decir, a emitir un voto para la elección de sus representantes políticos.
En ocasiones, el alcance de dicho derecho ha sido cuestionado, pues hay quien ve el sufragio no como un derecho, sino como un deber o, todavía más, como una obligación irrenunciable.
En Australia, en algunos países de América Latina, como Argentina o Brasil, o en otros europeos como Bélgica, el voto ha sido o es obligatorio, acarreando, en determinados casos, sanciones económicas ante un eventual incumplimiento de dicho deber.
En algunos de los países anteriores, se implementó como un mecanismo de consolidación de la democracia para así evitar inestabilidad o el retorno a regímenes autoritarios. En otros, como herramienta de lucha contra el abstencionismo y de legitimación en la toma de decisiones, siguiendo la lógica de que la decisión tomada con la máxima participación de la población será más legítima.
En España, la participación electoral suele ser bastante volátil. Dependiendo del tipo de elecciones de que se trate –municipales, autonómicas, estatales, europeas o un referéndum– puede oscilar entre el 52% y el 75%.
Si bien la obligatoriedad del voto conllevaría una alta participación, superior al 90% del total de la población, debe tenerse en cuenta que la escasa participación en algunos de los comicios es más bien debida a la latente desafección política y a la aplicabilidad de la teoría económica del voto, defendida por Downs o Sanders, entre otros.
A modo de resumen, según la misma, los individuos actúan con racionalidad en el momento de acudir o no a las urnas, valorando los costes y los beneficios, de manera que estos últimos deberán ser superiores para así votar alguna de las opciones existentes.
Igualmente, la implementación del voto obligatorio no implica, de facto, una sensatez en la emisión del mismo ya que nos encontraríamos ante lo que se denomina «voto al azar». A menos que se contemple la opción del voto en blanco como una alternativa al resto de fuerzas políticas, el elector desinteresado por la política cogerá, sin más, cualquiera de las papeletas.
De hecho, es en este punto cuando el argumento a favor de legitimad de las decisiones se difumina pues es de rigor considerar que el sufragio obligatorio es contrario a la libertad democrática y actúa como desalentador o elemento opresivo.
Así pues, la cuestión no radica en la instauración del voto obligatorio o no. El debate debe centrarse en cómo incentivar la participación. Los ciudadanos tienen que poder acceder a una mayor educación y cultura política sobre qué conlleva el ejercicio al voto, de modo que puedan cambiar de visión y ver el acto de votar como un derecho y como una responsabilidad, siendo conocedores de que su decisión no se reduce al día de los comicios, sino que abarca una totalidad de cuatro años.
Finalmente, otra cuestión importante es la implicación ciudadana en la política como mecanismo para reducir el abstencionismo. Ésta no puede resumirse en una jornada: la de las elecciones. La participación ciudadana va más allá y debe preverse durante toda la legislatura, día a día. Por tanto, el voto es un derecho, sí, pero también una responsabilidad y debe ser ejercido como tal.