El vaivén de la deuda española

Se acaba de saber, gracias a la correspondiente cuantificación del Banco de España, que la deuda total de las familias españolas se ha reducido de un modo bastante notable al final del año que se acaba de cerrar. Lo mismo estuvo ocurriendo en el ejercicio de 2014 y en los anteriores, desde fines de 2008.

Algo semejante ha ido sucediendo en los últimos ocho años con la deuda de las empresas. Dos dinámicas paralelas de desapalancamiento, por tanto, han venido marcando la vida económica en los tiempos recientes. Hay una diferencia notable, sin embargo, entre ambos procesos ya que el desendeudamiento de las empresas está siendo bastante más rápido que el de las familias.

La magnitud de la deuda privada había alcanzado dimensiones realmente amenazadoras en aquel año tan particular de 2007. Justo en 2008, el endeudamiento ascendió al máximo histórico, tanto en cifras absolutas como en términos per cápita.

El conjunto de los hogares debía afrontar un volumen de créditos y préstamos cercano al PIB total de la economía española y las empresas, por su parte, se encontraban con un volumen de deuda aún mayor, algo por encima del 100% del PIB.

Así que el sector privado tenía una deuda equivalente grosso modo a dos veces la creación anual de riqueza de España. Algo decididamente insoportable. Tanto más cuanto que aquella deuda había estado creciendo entre el año 2000 y el 2007 a un ritmo auténticamente frenético, superior al 15% anual.

Otra situación insólita en la historia del país. Nunca antes se había producido un episodio de esta naturaleza de dimensiones ni siquiera remotamente comparables. Para colmo, una gran parte de aquellos créditos no tenían un carácter claramente productivo.  

Aquella fiebre de la deuda fue, en realidad, la causa principal de las dos profundas recesiones consecutivas y, a la vez, de la prolongada depresión en que el país se encuentra todavía sumido. La famosa burbuja inmobiliaria no fue la causa de la crisis, sino la forma principal, aunque no exclusiva, de materializarse el endeudamiento masivo.

Es una buena noticia, por tanto, que familias y empresas hayan reducido su posición deudora, bien que de forma relativamente lenta en el caso de los hogares. Pero dicen que la alegría no dura mucho en la casa del pobre. Y debe ser verdad, puesto que, frente a la realidad del saneamiento del sector privado, las cuentas públicas han tomado la dirección contraria.

En los últimos años de la etapa de bonanza, hasta 2007, se alcanzaron incluso pequeños superávits presupuestarios (2005-2007) y la deuda pública llegó a reducirse hasta menos de 400.000 millones de euros. Pero en 2008 las cosas se torcieron y el déficit público resucitó con grandes cifras, mucho mayores todavía en los años siguientes.

El descuadre de las Administraciones Públicas de 2009-2013 fue astronómico: en solo cinco años se gastó más de la cuenta, acumuladamente en una medida cercana a la mitad del PIB anual. La deuda pública, así, más que duplicó.

El principal problema de nuestra economía pasó a ser la evolución de las cuentas públicas, pese a que la trayectoria del sector privado tampoco era como para lanzarse a tocar las campanillas.

La buena –y triste– noticia es que el colapso de la economía española y europea ha llevado los tipos de interés a poco por encima de cero. Cubrir los pagos por intereses está resultando relativamente cómodo para todos. Siempre que se pueda, claro. Porque, ¿cómo afrontar una eventual elevación rápida de tipos? Mejor, cruzar los dedos y esperar que no ocurra demasiado pronto, ni demasiado deprisa.  

Otra de las consecuencias –también triste– de la situación es que las entidades financieras han visto contraerse drásticamente el volumen agregado del negocio bancario y, además, sus ganancias por las operaciones corrientes.

No es nada raro, por tanto, que el sistema financiero se haya desmoronado. Cajas de ahorros y bancos, en cifras que impresionan, han hecho mutis por el foro. Se han convertido en humo. Nos quedan muy pocas entidades de crédito. Eso sí, mucho más saneadas.

La inversión, otro tanto. Se ha venido al piso, como dicen en América Latina, desde el año de gracia –o, mejor, de desgracia– de 2008.  

Llegados a este punto, toca recapitular. De un lado, empresas y familias han procedido a un notable saneamiento, pero a costa de muchas renuncias y de muchos sacrificios. En lo que atiende a la actividad productiva, la inversión ha comenzado una tímida recuperación. Por ahí, vamos bien. Pero despacio, muy despacio.

Del otro lado, la deuda pública sigue creciendo. El Gobierno saliente, ahora en funciones, confía la reducción del déficit y la contención de la deuda pública al aumento de los ingresos tributarios que se derivaría de un mayor crecimiento de la actividad. ¡Qué así sea!  

Pero más vale no jugar con fuego. Mejor no bajar la guardia en lo que atiende al nivel de ingresos tributarios y al control del gasto público, especialmente en aquellos ámbitos de la Administración que son redundantes y prescindibles.

Y, sobre todo, canalizar la inversión pública hacia aquellas aplicaciones razonablemente prometedoras en lo que supone impulsar el desarrollo de la actividad productiva, de personas y de empresas, y generar nuevas oportunidades, no tanto de negocio privado como, sobre todo, de mejores opciones de desarrollo económico general