El último mercader

La desaparición de Pere Llorens Llorente el pasado viernes no borrará la luz de su leyenda: «Amaos como hermanos y mercadead como extraños». Este principio está colgado en la pared de su despacho de Vía Layetana de Barcelona, donde acumulaba informes y análisis interdisciplinarios sin fin (urbanistas, economistas, artistas contemporáneos, médicos, abogados…) destinados todos a mantener el comercio de la ciudad compacto; el mundo urbano del Mediterráneo con milenios a sus espaldas.

Llorens no era un fenicio, sino el rey de los fenicios en el sentido más noble de este trazo. Fue también un sindicalista en vena. Perteneció a los funestos «tercios familiares» del Sindicato vertical durante los años de bronce. Llegó a jurar los principios del Movimiento Nacional, con un puño cerrado (dijo en cierta ocasión) en el bolsillo de su pantalón en el que guardaba su carnet de combatiente cenetista. Todavía no había cumplido los 20 cuando fue aguilucho de la generación roja del «biberón», aunque no tuvo tiempo de conocer a Durruti ni a mosén Millán, aquel capellán heroico en la ficción de Ramón J. Sender (Réquiem por un campesino español).

Aunque su clásico bigotito facha nunca le abandonó, Pere Llorens se merece todos los parabienes. No era ninguna contradicción para un comerciante que vivió el ambiente levantisco de la CNT haber pertenecido al sindicato de su padre. Él tuvo el buen gusto de adornar esta militancia más allá de la contienda civil, hasta el entrismo de camarilla que practicaron los anarquistas.

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Por encima de todo, Pere Llorens Llorente ha sido el general del mayor ejército silencioso de la economía catalana: 100.000 comerciantes siempre atentos a disputar la hegemonía al mundo moderno de los megastores, villages y sprowlings que circundan las ciudades a modo de parques temáticos del consumo, cementerios de la cultura urbana. Desde que explosionó el comercio del just in time (distribuidor en la boca del negocio) y 24 horas abierto, la Confederación de Comercio de Catalunya hizo de la necesidad virtud para instalar su filosofía del comercio de proximidad en el Portal del Ángel, en la Rambla del Raval y en centenares de arterias similares desparramadas por el país.

Y lo consiguió gracias a Llorens, el tendero más poderoso al que Sebastián Tobarra bautizó en El País (en 2004) con el nombre de Botiguer en cap y al que Daniel Arasa dedicó una biografía muy documentada (Pere Llorens:Testimoni d’un segle de Barcelona) y publicada cuando el protagonista cumplió 80 años. La tarde-noche de la presentación de su biografía congregó a peperos y convergentes. Llorens estuvo siempre con un pie en el sector público y otro en el privado, una bifurcación del gusto de la derecha. Se mantuvo siempre muy cerca del pujolismo sociológico, bajo el sol que más calienta. Pero antes de esto, su vocación de ventajista le coló un lapsus imperdonable: votó como concejal del Ayuntamiento de Barcelona una histórica moción contra la lengua catalana.

Nos ha dejado un hombre polifacético. Perteneció a la Junta de Foment del Traball, la gran patronal, en la etapa del tradicionalista Alfredo Molinas y mantuvo silla hasta el fin bajo las presidencias de Juan Rosell, Antonio Algueró y Gay de Montellà. Era el eterno renovable renovado por su capacidad innata de arrogarse la representación del comercio en un país de comerciantes. Fue mecánico, taxista y regentó puestos de frutas en el Mercat del Ninot. Y ahí arrancó su visión corporativa en el Gremio de Frutas y Verduras, ninguna nimiedad a tenor de sus facturaciones.

En sus mejores años, atravesó la Barcelona que va desde Porcioles a Joan Clos, pasando por Massò, Viola, Socías, Serra y Maragall. Confraternizó con los consejeros de la Generalitat de su ramo, especialmente con Francesc Sanuy y Josep Huguet. En 1987, siendo Joaquim Molins consejero de Comerç, Llorens fue nombrado director general del Departamento, pero duró sólo horas en el cargo. Fue nombrado una mañana y dimitió aquella misma tarde cuando supo que Jordi Pujol iba a autorizar la apertura de nuevas grandes superficies. Entendió entonces la traición del credo nacionalista: todo por el comercio, pero sin el pequeño comercio. Pere Llorens siempre se consideró el último mercader.