El turismo extranjero, nuestro petróleo

Raimon Martínez Fraile, prematuramente desparecido hace menos de un mes, solía decir que el turismo extranjero es el petróleo de la economía española y de la economía catalana. Es decir, algo que nos proporciona ingresos gigantescos sin apenas esforzarnos en producirlo. El clima, el paisaje, las playas, una biodiversidad más que sobresaliente, el patrimonio histórico y artístico, nada de eso –o muy poco- es mérito nuestro. Es mérito es de la naturaleza y de la historia. El mejor promotor del turismo extranjero en Cataluña lleva muerto casi noventa años. Su nombre, Antoni Gaudí.

El carácter decisivo de esta actividad económica corresponde exclusivamente al turismo internacional, porque aporta recursos adicionales a los que ya se encuentran dentro del sistema. No es lo mismo, en cambio, en el caso del turismo interior. Para la empresa individual, en la hostelería o en cualquier otra rama de la actividad económica, es indiferente que el turista sea residente en el país o en el exterior. Lo único que cuenta es que pague los servicios que contrata. Pero para el conjunto de la economía el turismo internacional supone un flujo de ingresos que permite compensar el déficit de todos los restantes capítulos de las relaciones con el exterior (mercancías, rentas y transferencias).

Los ingresos netos del turismo internacional constituyen el recurso fundamental para pagar las importaciones de energía y tecnología imprescindibles para el crecimiento económico. Desde hace cerca de setenta años, el aumento del PIB per cápita y del bienestar de todos ha estado bebiendo de esa fuente. En otras palabras, sin el turismo extranjero nuestro nivel de vida sería actualmente mucho más bajo. Ni sanidad, ni educación, ni pensiones, ni una infraestructura viaria de calidad, ni cultura, etc. al nivel que se ha podido alcanzar.

La riqueza potencial que supone disponer de inmensas reservas de petróleo puede utilizarse de forma populista, como han estado haciendo Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela, o de forma previsora y sabia, de lo que Noruega es un excelente ejemplo. Unos y otros obtendrán resultados muy distintos a medio y largo plazo. También de los ingresos extraordinarios del turismo exterior se puede hacer un uso gravemente erróneo, promoviendo un exceso de gasto público y privado que conduce al desastre, como pasó en España en los años que precedieron a 2008. O, en el colmo de los desatinos, se puede tratar de frenarlo.

La riqueza potencial en el caso del turismo, además, se puede dilapidar de forma irresponsable. Algo así parecen pretender ciertos comentaristas –en algún caso, ¡con estudios superiores de economía!– que no comprenden el carácter estratégico y vital del turismo. Tal vez, porque tampoco entienden lo que es la balanza de pagos. O porque no saben que todas –absolutamente todas– las crisis económicas que ha sufrido este país en los últimos setenta años son crisis de balanza de pagos no sostenibles. Y también lo serán las que puedan venir en el futuro. Si es que llegamos a salir de la actual.

Con el verano, ha vuelto la absurda moda de criticar el turismo extranjero, a la que se apuntan los admiradores de Chávez y Maduro y los que acarician la esperanza de calzarse un buen cargo o, por lo menos, una buena asesoría explotando el aplauso fácil.  No hace falta ser especialmente agudo para entender que en el turismo, como en todas las actividades económicas, hay siempre alguna contrapartida: mayor ocupación de los espacios frecuentados por los visitantes –playas o zonas turísticas en las ciudades–, generación de mayores volúmenes de residuos, medios de transporte saturados…

Pero ahí está la responsabilidad de los gobernantes que deben prever las dificultades y anticiparse a resolverlas. ¡Más vale que no nos falle el turismo! Basta con mirar las estadísticas laborales de lo que llevamos de 2015 para comprobar que todas nuestras esperanzas de salir de la larga gran depresión que venimos padeciendo desde la segunda mitad del año 2007 se cifran en el turismo internacional.