El tipo de cambio: un arma económica

El tipo de cambio nominal no es un simple resultado, sino algo mucho más importante: un potente instrumento de política económica. A veces, los gobiernos y los bancos centrales no lo necesitan utilizar como tal y, por tanto, permiten que la oferta y la demanda de la moneda nacional determinen su valor en relación a otras divisas. No obstante, casi siempre controlan que éste no exceda unos límites previamente fijados, aunque casi nunca públicamente declarados.

En cambio, en otras ocasiones, pretenden manipularlo para conseguir a corto plazo un mayor crecimiento económico o una menor tasa de inflación. El primer objetivo suelen conseguirlo mediante la disminución del valor de la moneda nacional y el segundo a través de su apreciación.

La depreciación de una divisa normalmente aumenta la competitividad de las empresas nacionales. En el extranjero abarata los productos fabricados por ellas y en la nación encarece los producidos por las foráneas. El resultado suele ser un aumento de las exportaciones, una reducción de las importaciones, una mayor creación de empleo y un impulso del PIB. Es una buena medida, si no conlleva un elevado incremento de la inflación, para suavizar una crisis o salir antes de ella.

La apreciación de la moneda nacional pretende reducir el precio de los productos importados e indirectamente el de numerosos bienes nacionales, al incrementar la competencia entre las empresas establecidas en el país y fuera de él. Es una política económica muy peligrosa a medio plazo si es el resultado de una comparativamente elevada retribución de los capitales y lleva a la nación a vivir notoriamente por encima de sus posibilidades.

La variación del tipo de cambio puede ser el resultado de un acuerdo explícito o implícito entre los países o convertirse en un motivo de disputa. Un ejemplo del primer caso fue la cotización del ecu/euro respecto al dólar en el período 1995 – 2000, siendo la situación actual del mercado de divisas una muestra del segundo.

Entre 1995 y 2000, EE.UU y Alemania tenían diferentes prioridades. El primer país pretendía controlar en mayor medida su tasa de inflación, el segundo impulsar a través del incremento de sus exportaciones un decepcionante nivel de crecimiento económico. Por tanto, a ambos les interesaba la apreciación del dólar y la depreciación de la moneda europea. Y eso fue lo que aconteció. En 1995, en promedio anual, un ecu/euro equivalía a 1,308 dólares; en cambio, en el año 2000 se intercambiaba por 0,924. En dicho período, el dólar se apreció un 29,35%.

En la actualidad, un elevado número de países considera excesivo su nivel de paro, no consiguiendo las políticas convencionales reducirlo en una significativa medida. Debido a ello, han pensado en crear empleo a través de la depreciación de su moneda. No obstante, es imposible que todas las naciones disminuyan a la vez su valor. Es necesario conseguir que algún país importante acepte apreciarla, reducir su volumen de empleo y traspasar parte de su crecimiento económico a otras naciones. En definitiva, se busca un “primo”.

EE.UU. tiene claro su nombre: China. No obstante, su gobierno se niega a asumir este papel y convertirse en Japón bis. Para evitar una crisis financiera a nivel mundial, entre octubre de 1985 y diciembre de 1988, dicho país aceptó apreciar el yen respecto al dólar en un 40,55%. La apreciación contribuyó de forma indirecta, pero muy significativa, a la creación de la burbuja financiera e inmobiliaria que explotó a principios de los 90. El resultado: dos décadas de estancamiento económico.

Ningún país quiere ser generoso. Unos no pueden permitírselo, otros tienen pavor a sus consecuencias. La batalla en el mercado de divisas está servida. Espero que no se convierta en guerra. Si así sucede, nadie saldrá ileso.