El soberanista acorralado
Los partidarios del statu quo, o sea los unionistas, andan contentos estos días. El sonsonete que repiten es muy claro: el proceso soberanista catalán está tocado de muerte debido a las luchas intestinas entre ERC y CiU. Esta opinión se alimenta de lo que, ciertamente, parece un bajón en el ímpetu movilizador soberanista de los últimos cuatro años a raíz, dicen, de la ruptura total de la confianza política e incluso personal entre el presidente de la Generalitat y el líder republicano Oriol Junqueras.
¿Por qué les voy a negar lo que es evidente para todo el mundo? A pesar del pacto in extremis entre las dos formaciones soberanistas, está claro que la desconfianza entre unos y otros va en aumento. No sé cuándo ocurrió ni por qué, pero desde el lío de la candidatura unitaria para las elecciones europeas, que quedó en nada porque ERC se echó atrás y rompió el compromiso previo con CDC, esas relaciones no son buenas. Lo que pasó con la consulta, con la propuesta original y con la nueva que articuló el presidente después de la suspensión por parte del TC del 9N, remató la faena. Los republicanos son gente nerviosa y se alteran con facilidad.
Los ideólogos de ERC, y especialmente el ex consejero Joan Manuel Tresserras, que en este aspecto coincide con los antiguos socialistas que lideran Ernest Maragall y Toni Comín, independentista de circunstancias, piensan que el proceso soberanista tiene que servir para reconstruir la maltrecha izquierda catalana, con ERC como epicentro. Lo importante no es la independencia, pues. Lo importante es dar una oportunidad a la izquierda radical anti-austeridad, que es lo que está de moda. Lo explicó el mismo Tresserras en un reciente artículo, publicado en el periódico que cumple las veces de portavoz oficioso de los republicanos, aprovechando la victoria de Syriza en Grecia. Este artículo podía haberlo escrito Pablo Iglesias sin ningún reparo, porque lo de la independencia de Cataluña es lo de menos.
Aunque el artículo de Tresserras parecía escrito antes de conocerse las primeras y arriesgadas decisiones sobre las alianzas y la composición del Gobierno griego, la tesis de Tresserras es que el proceso soberanista catalán debe servir para dar un empuje a la izquierda radical que va emergiendo en los estados del sur de Europa como resultado de la crisis y de la podredumbre del sistema de poder. Pero en todos los casos esa izquierda asume un indisimulado patriotismo que le permite actuar con un cierto grado de ambigüedad. Eso es lo que se echa en falta en los argumentos del eminente profesor republicano, cuya rigidez ideológica le impide ser audaz.
Tresserras confunde churras con merinas cuando, por ejemplo, no se da cuenta de que la desestabilización del presidente del país en un momento como el actual es exactamente lo contrario que ha hecho Alexis Tsipras al pactar con la derecha nacionalista para poder formar gobierno. Los extremos pactaron en un par de horas lo que aquí les está costando sangre, sudor y lágrimas pactar con los moderados. Y lo hicieron por puro interés, por ese impulso que da la necesidad a los que saben que deciden de verdad sobre su futuro y controlan los resortes del Estado.
Sólo los partidos de oposición, sin poder real, se saben puros e inmaculados. Puede que exista algún caso de doble personalidad, pero son raros. Reconozcamos que ICV-EUiA es uno de ellos, que tiene el valor de presentarse como renovación cuando es evidente que ha gobernado la ciudad de Barcelona durante 30 años junto a los socialistas. ¿ICV-EUiA se atrevería a pactar con la derecha nacionalista catalana que ni por asomo se parece a Anel? Está claro que no. En primer lugar por esa pureza pueril que exhiben, pero en especial porque les falta ese sentido institucional que da el Estado. La política en Cataluña es un videojuego, lo que a menudo la convierte en intrascendente, que permite a políticos como el eurodiputado Ernest Urtasun justificar para Grecia lo que él no está dispuesto a llevar a cabo en Cataluña.
La naturaleza del régimen político es importante y condiciona la manera de actuar de los políticos. Grecia tiene un peso demográfico parecido al nuestro y una economía manifiestamente peor, pero tiene su Estado y lucha por recuperar lo que considera una pérdida de soberanía. En ese sentido Grecia es tan nacionalista como Cataluña, a cuyo presidente le encantaría poder defender ante el mundo y no ante un ministro del Gobierno central esa soberanía machacada por la crisis. Pero nuestro sistema institucional está aún más hueco por dentro que el Estado griego. Siendo una autonomía española, el margen de maniobra es muy pequeño. Casi, casi insignificante.
Syriza, como Podemos, sabe que para imponer su deseado dominio lo fundamental no es urdir esa hegemonía gramsciana de la que hablan los inflamados teóricos de la política de minorías, sino tomar el poder. Tenerlo en las manos. Lo apuntó muy bien Francesc Marc Álvaro cuando escribió que lo que busca Tsipras con ese «pacto con el diablo» –que la izquierda catalana no sabe ni imaginarse– es que su interlocución con la troika, una vez instalado en el poder, parta de una posición lo más fuerte posible. Para hacerlo, olvida que el partido con quien ha pactado es xenófobo, antisemita, euroescéptico, militarista, meapilas y que tiene como líder una figura que se tildaría de «casta», del mismo modo que no duda en dejar a un lado la solidaridad internacionalista cuando insinúa que se aliará con Rusia, aunque Putin esté masacrando a los ucranianos, para debilitar la rigidez de la troika respecto a su país. Disponer de un Estado es algo muy serio y todo los que controlan uno lo saben.
El soberanismo catalán está atrapado por sus propias debilidades. Una de esas debilidades es, precisamente, la mentalidad provinciana que le impide reagruparse en torno a los objetivos prioritarios para sustituirlos por un regionalismo táctico improductivo. La paradoja es que los más reacios a practicar este «realismo patriótico» que debería permitirnos derrumbar a los verdaderos adversarios, después son los que se aniquilan unos a otros por un pequeño trozo de pastel en las cúpulas de su partido. Ante tanta estupidez, los soberanistas de a pie nos sentimos acorralados.