El selfie de Pablo Iglesias con los españoles de fondo

En los últimos años los medios de comunicación audiovisuales han tenido prácticamente el monopolio del discurso político. Los programas de supuesto debate político han facilitado que los valores emergentes pudieran lanzar algunos mensajes con la intención de provocar emociones, más que invitar a la reflexión para cotejar diferentes propuestas sobre los problemas de España.

De esos espacios televisivos Pablo Iglesias es un producto bien acabado, perfecto para lograr grandes audiencias. Es verdad que nadie que quiera dedicarse a la política, nadie que dese encabezar una candidatura, puede hoy en día prescindir de los medios audiovisuales. Sin capacidad oratoria, sin agilidad, sin saber colocar un mensaje, es muy complicado lograr la atención del ciudadano. Pero no es menos cierto que, tras una frase bien pronunciada, tras una pulla bien afilada dirigida al adversario, también debería existir un programa político coherente, o, como mínimo, una idea aproximada sobre la realidad en la que se puede incidir.

¿Tiene esas características Pablo Iglesias, o sigue instalado en un cómodo sillón de un programa televisivo, pongamos que de La Sexta? El beso con Xavier Domènech hubiera sido maravilloso en televisión. De hecho, formó parte del mismo programa en el que sigue viviendo Iglesias.

Su intervención de este miércoles en el Congreso, en contra de Pedro Sánchez, con un tono propio de un mitin electoral, constató que lo más lógico en estos momentos es que haya, de nuevo, elecciones generales. Y que sea el conjunto de los españoles el que valore el selfie que Iglesias quiso hacerse en el hemiciclo, satisfecho de su actuación, como si España no hubiera experimentado, desde las primeras elecciones democráticas de 1977, una transformación que los expertos de la ciencia política, de la sociología y de la economía extranjeros –siempre se ven mejor las cosas con cierta distancia–  no dudan en calificar de extraordinaria.

Iglesias, como otros miembros de la dirección de Podemos, parten de una añoranza personal. Les han contado la transición, la que ellos, por su juventud, no pudieron protagonizar (es muy ilustrativa la entrevista de Iglesias a Iñaki Gabilondo en un programa de La tuerca). Y sienten que tienen que aportar su última palabra. Son los que hubieran enlazado con los partidarios, en aquel momento, de la ruptura, frente a la reforma. Y creen que se está a tiempo de rectificar algunas prácticas.

Porque, ¿a santo de qué viene ahora que Iglesias le recuerde a Rajoy que proviene de un partido que impulsó Manuel Fraga con los ‘siete magníficos’ –Alianza Popular—todos ellos ministros franquistas? ¿Pero no hemos superado ya todo eso?

El PP tiene sus cosas, como las tiene el PSOE, pero, ¿por qué ha ganado, salvo en las últimas municipales, castigado por la corrupción—durante años las capitales de provincia de casi toda España? Ha tenido el voto urbano, de clases medias, las más dinámicas de la sociedad. ¿Es que son todos esos españoles herederos del franquismo? 

Los españoles tienen la fotografía de todos los dirigentes. La mayoría se estrenó en el Congreso. El propio Iglesias, Pedro Sánchez y Albert Rivera. Sus discursos se pueden escuchar de nuevo. El tono y las palabras concretas, los gestos, y las risas.

En las democracias se puede llegar a este tipo de situaciones. No pasa nada. En Irlanda, el alumno aventajado de la Comisión Europea, acaba de ocurrir lo mismo que en España, con cuatro partidos con muy pocas posibilidades de llegar a formar un gobierno estable. Tranquilidad.

Es cierto que los inversores quieren otro tipo de situaciones. Es verdad que la coyuntura económica puede ensombrecerse. Pero si es imposible el acuerdo, son las urnas las que deben ofrecer una nueva respuesta. Ahora hay más elementos de juicio. Se ha visto la actuación de Mariano Rajoy, el intento de Pedro Sánchez y de Albert Rivera. Y la obra televisiva de Iglesias.

Que los españoles juzguen, que valoren si es mejor inspirarse en el Subcomandante Marcos, como hizo el líder de Podemos, o en la socialdemocracia nórdica, de países como Suecia o Dinamarca, que han impulsado reformas laborales y que entienden que lo más importante es prestar un buen servicio a los ciudadanos, manteniendo la titularidad pública, pero con la colaboración del sector privado. Son los países punteros en el mundo.

La transición se vivió desde la muerte del dictador hasta 1982, con la victoria de Felipe González, que puso las bases del estado de bienestar en España, con hombres tan importantes como el ministro de Sanidad, Ernest Lluch –asesinado por ETA, que nadie lo olvide—o Javier Solana, como ministro de Educación.

Han pasado ya muchos años. Estamos en otro momento. Sin embargo, a Iglesias no se le ocurrió otra cosa que mencionar a Felipe González para relacionarlo con la «cal viva», dando alas al independentismo vasco, que ha recuperado a Otegi, tras salir de la prisión, como icono, con el aplauso del infantil nacionalismo catalán y de los propios dirigentes de Podemos.

Sánchez no logró la investidura en la primera votación. El viernes, con casi toda seguridad, tampoco lo conseguirá. Todo dependerá del rey Felipe, y del encargo que pueda hacer a otro candidato. Pero, si hay nuevas elecciones, cada uno podrá retener el ángulo que prefiera de la fotografía que se hizo en el Congreso.