El rey, CiU y el ‘establishment’

El reinado de Juan Carlos de Borbón es la historia de cómo el hombre designado por Franco consiguió ser aceptado por la inmensa mayoría de partidos políticos de la transición. En 1978, cuando se aprobó la nueva Constitución, la monarquía española recibió el apoyo de 325 diputados, de los 345 presentes, repartidos entre los grupos UCD, AP, PSOE-PSC, PCE-PSUC, PSP-US, PSA, PDC, UDC-IDCC, Candidatura Aragonesa Independiente de Centro, antecedente del PAR, y la Candidatura Independiente de Centro, de José Miguel Ortí Bordas.

En contra votaron seis diputados y 14 se abstuvieron. Los votos negativos correspondieron a los diputados de AP Gonzalo Fernández de la Mora, Alberto Jarabo Payá, José Martínez Emperador, Pedro de Mendizábal y Uriarte y Federico Silva Muñoz y al diputado de Euskadiko Ezquerra, Francisco Letamendía. Las abstenciones a los ocho diputados del PNV; a los diputados de AP Licinio de la Fuente, Álvaro de Lapuerta y Quintero y Modesto Piñeiro Ceballos; a los diputados de UCD Jesús Aizpún, que al poco tiempo creó su propio partido, UPN, y Pedro Morales Moya, que acabó en las filas de AP en Álava; y a los diputados integrados en la Minoría Catalana Joaquín Arana y Heribert Barrera, que representaban a la coalición Esquerra Catalana, refugio de ERC y la extrema izquierda. En el Senado se repitió esa especie de votación a la búlgara que incluyó a muchos “republicanos juancarlistas”.

Desde entonces, el reinado de Juan Carlos de Borbón ha sido uno de los más largos entre los que ha protagonizado esta familia desde su llegada a España en 1700, hace algo más de trescientos años. Lo digo para disipar esa tentación nacionalista española de buscar los orígenes en los reyes godos. Ni España ni la monarquía borbónica son tan remotas. Al cabo de casi cuatro décadas de reinado, es verdad que la democracia española sigue en pie y la monarquía también. Lo que no es poco dado el origen dictatorial de la restauración “juancarlista” y la tendencia congénita de la familia a guerrear por el trono (piensen en las tres guerras carlistas de 1833-1839, 1846-1849 y 1872-1876) o por saltarse la legalidad, que es lo que pasó en 1923 con el bisabuelo de quien será el próximo monarca español.

Entre 1977 y 1982 Juan Carlos se convirtió en el héroe nacional y alcanzó la legitimidad popular que no tenía porque muy hábilmente se le presentó, fuera cierto o no, como el gran defensor de la democracia frente a las conspiraciones militares.

El episodio del 23-F le reforzó todavía más, aunque sigue siendo un misterio lo que pasó aquella noche y cuál fue su actitud. Pilar Urbano, hoy una mujer despegada de los que antes defendía a capa y espada, en su último libro, La gran desmemoria. Lo que Suárez olvidó y el Rey prefiere no recordar, insinúa que no está nada clara esa versión edulcorada del 23-F que difunde la historiografía cortesana, especialmente porque el rey fue en aquel tiempo jefe y rehén del ejército.

Muchos ya lo sospechamos cuando, en 2001, leímos el libro Un rey golpe a golpe, la primera biografía no autorizada del monarca publicada bajo el pseudónimo Patricia Sverlo, y cuando ocho años después, en 2009, el senador del PNV, Iñaki Anasagasti, redondeó la cuestión con otro libro polémico, Una monarquía protegida por la censura, en que se destacaba que su vida privada no era nada ejemplar y que sus gastos y sus relaciones con amigos comisionistas era impropios. Sus constantes viajes para “saludar” a los primos del Golfo Pérsico y acompañar a los hombres de negocios españoles, también tuvieron su compensación personal. Y todo ello realizado en silencio, lejos de las cámaras de televisión y del control parlamentario.

Seamos claros, el rey no ha actuado siempre y en todo momento de esa manera idílica que explican los relamidos voceros de la Corte. Especialmente, en los últimos años de reformulación del Estado de las Autonomías en un sentido decididamente centralizador. Al rey no le gustaba Aznar pero no le puso freno. Pues bien, ahora, llegado el momento de la abdicación y el relevo, su hijo Felipe VI empezará su mandato con menos soportes de los que Juan Carlos obtuvo en 1977. Puede que el número de diputados que votarán a favor del proyecto de ley orgánica sea suficiente, 303 diputados, pero los grupos que van a votar a favor quedarán reducidos a cinco: PP, PSOE, UPyD, CC y Fórum Asturias.

La abstención de PNV y CiU pondrá de manifiesto hasta qué punto el descontento de las nacionalidades ha ido en aumento en estos años. No se trata, como dicen algunos, de que CiU haya quedado atrapada por sus aliados de ERC. El gran cambio en CiU es que la nueva dirigencia, pero sobre todo sus bases, no tiene nada que ver con la vieja lógica versallesca de la transición. Han aprendido la lección.

Además, la abstención es la respuesta tardía de los nacionalistas vascos y catalanes al agravio que tuvieron que soportar después del 23-F. El rey posó con los principales líderes políticos –incluido el ministro de Defensa, Agustín Rodríguez Sahagún–, pero sin los representantes ni del PNV ni de CiU. La imagen quería revelar el compromiso de las principales fuerzas políticas con la monarquía y en ella ya no estaban, por voluntad real (¿y militar?), los nacionalistas. Aquello fue muy significativo.

Si el catalanismo de Jordi Pujol y, con más frialdad, el PNV, fueron piezas básicas, junto al PCE y CCOO, para el asentamiento de la monarquía constitucional en España, después del 23-F las cosas empezaron a torcerse para los nacionalistas. Fueron los grandes damnificados de la intentona golpista. El pacto constitucional empezó a resquebrajarse irremediablemente.

Con los años el papel mediador del rey ha dejado de tener importancia. El rey se inhibió en el proceso de reforma del Estatuto y también miró para otro lado cuando en 2010 los dirigentes del bipartidismo irreal español acordaron la reforma exprés de la Constitución sin consultar a nadie más. Hay quien pide que Felipe VI busque su legitimación política y social con algo parecido a lo que hizo su padre después del 23-, pero en este caso de acuerdo con los nacionalistas. Quien defiende eso no sabe lo que fue aquello. Y además llegan tarde.

La consecuencia más clara de esa degradación temprana del pacto constitucional fue que el Congreso de los Diputados se convirtió en un mercado de compra y venta de favores. A cambio de estabilidad gubernamental, los nacionalistas compraban competencias o recuperaban las que les habían sido esquilmadas mediante una ley de bases. Ante un panorama así, lo fácil fue presentar a los nacionalistas como gente insolidaria, mercaderes del odio a España y de quienes los españoles no se podían fiar.

El famoso “peix al cove” de Pujol no fue ninguna estrategia; fue pura necesidad táctica, porque, digámoslo también en voz alta, Roca y Junyent no consiguió nada parecido a las dos perlas que obtuvo el PNV sin estar presente en la ponencia constitucional: reconocimiento de los “derechos históricos” de los territorios forales (adicional primera) y la posibilidad de unificar la Comunidad Autónoma Vasca y Navarra, mediante referéndum (transitoria cuarta).

La abstención de los nacionalistas moderados catalanes marcará el futuro de esta nueva etapa. La política española está hoy en crisis y el pacto constitucional de 1978 no sirve para achicarla. La “partidocracia” española aún no se ha enterado de la magnitud del cambio operado en Catalunya. Cree que el mensaje que les está mandando el MHP Artur Mas es “política pequeña” cuando es todo lo contrario.

Mas les está advirtiendo de que las cosas han cambiado y que los nacionalista que antes eran autonomistas y pactistas y se tragaron el sapo del 23-F, ahora, sin dejar de querer llegar a un acuerdo sobre como realizar la consulta, son decididamente soberanistas porque no tienen ninguna deuda histórica que pagar un Estado que no les protege. Los que se escandalizan por lo que consideran un agravio del catalanismo para con el nuevo rey, es que aún no se han enterado de que ni con un gran abrazo, aunque sea disimuladamente cariñoso y sincero, el gobierno de España va a poder evitar el compromiso del President con la consulta.

El catalanismo político pactista y autonomista se esfumó porque la crisis económica y el rampante nacionalismo español agotaron el crédito de más de cien años. La autonomía sin soberanía no sirve para preservar un nación como la catalana en un contexto global como el que rige actualmente la política mundial. El MHP Artur Mas sólo ha derribado el decorado que impedía ver la cruda realidad. La excusa de la amenaza militar y la involución ya no sirve para doblegar voluntades. El establishment, que en muchos aspectos es peor que los militares, lo sabe y por eso sus movimientos son cada vez más estratégicos (y substituir un rey por otro lo es), del mismo modo que sus amenazas contra los que se resisten a sus designios suben de tono.

Este rey debería saber que la determinación de los nacionalista catalanes no es ningún capricho y, para empezar, debería dejar atrás el lenguaje casposo de la unidad nacional milenaria. Esta es la hora del reconocimiento de la soberanía nacional catalana o de la ruptura. Si este nuevo rey sigue silbando cuando se trata de resolver las demandas catalanas como ha hecho su padre en los últimos tiempos, su reinado será torpe, tormentoso y fútil. Y por lo que se refiere a Catalunya, bastante corto.

CiU ha hecho bien en abstenerse y desentenderse del procedimiento de recambio en la jefatura del Estado en el que sólo se le reservaba el papel de comparsa. Ese tiempo ya pasó y los poderosos (con insignes catalanes a la cabeza) aún no se han dado cuenta. Además, y vista la actitud de IU y de los izquierdistas en ascenso, puede que a Felipe VI le convenga recuperar un buen consejo que Miguel Maura, aquel monárquico que acabó siendo ministro del Interior del primer gobierno de la República en 1931, ofreció a un eventual nuevo rey: “¡Que no deshaga las maletas! No vaya a ser que no tenga tiempo de volver a hacerlas si las cosas se estropean”. Y es que sólo los reyes son capaces de provocar el fervor republicano.