El renacer del populismo

El pasado mes de abril, el historiador Xavier Domènech, actual responsable del comisionado de Estudios Estratégicos y Programas de Memoria del Ayuntamiento de Barcelona, publicó uno de esos artículos revisionistas que tanto gustan a los intelectuales —de izquierdas o de derechas— metidos en política.

Con él trataba de dilucidar lo que llamó el «color de la libertad», refiriéndose al movimiento obrero y popular en Cataluña. Su interpretación es más bien ideológica e historiográficamente muy pobre.

Menospreciando los estudios históricos, muy solventes por otra parte, de profesores como Joan B. Culla o José Álvarez Junco, Domènech ofrecía en su artículo una visión amable de lo que representó el lerrouxismo en la historia de las clases populares catalanas. La defensa del lerrouxismo le llevó, además, a defender las aportaciones historiográficas de Jordi Solé Tura, un profesor de derecho metido a historiador, cuyas tesis ya fueron ampliamente rebatidas por Josep Benet y, especialmente, por mi maestro, Josep Termes, que fue quien estudió con mayor profundidad la relación entre catalanismo y obrerismo.

Según Domènech, Lerroux y Solé Tura habrían sido deformados por la «historiografía nacionalista» para convertirlos en «mitos útiles» del catalanismo. Antes de que él afirmase algo así, eso mismo lo dijeron Joan-Lluís Marfany y Josep Maria Fradera, principales exponentes de la historiografía vinculada al PSUC y a Josep Fontana, antes de que éste descubriese con su reciente libro lo que Termes debió contarle a lo largo de los años de amistad sin que le prestase demasiada atención.

En eso de los mitos nadie puede tirar la primera piedra: no hay mito mejor perpetrado que el de Ferrer Guardia y la famosa Semana Trágica de 1909. El mito de Lluís Companys se le parece bastante. Sin embargo, los historiadores deberíamos saber distinguir entre lo que fueron realmente esos mitos y el uso político que se hace de ellos hoy en día.

No conozco para nada a Xavier Domènceh, aunque el año pasado lo saludé en unas jornadas celebradas en la UPF. Sólo sé que es un ya no tan joven historiador, porque a los 41 años nadie es una joven promesa, y que milita en Procés Constituent, la doble marca de Podemos en Cataluña que dirigían la monja Teresa Forcades y Arcadi Oliveras, aunque en estos momentos ambos estén desaparecidos en combate.

A instancias de Domènech se retiró el busco del rey Juan Carlos de la sala de plenos del Ayuntamiento de Barcelona, en uno de esos gestos simbólicos de los que se sirven los políticos —todos ellos, no vayan ustedes a creer que no—, para demostrar que hacen algo. Es pienso para la propia parroquia.

El lerrouxismo fue el primer movimiento populista que se organizó en España. El segundo, Podemos —y sus apéndices—, se dedica a reescribir su tradición con retales de la historia. Como demostró Álvarez Junco en la biografía que dedicó a Lerroux. 

«Éste era un personaje que constituyó el mejor ejemplo de político populista en la historia contemporánea de España. Hijo de un humilde veterinario militar, logró abrirse camino hasta las más altas esferas de la política española gracias a su fogosa oratoria: su discurso anticlerical, su oposición al catalanismo y la intervención en diversas campañas contra los gobiernos de la Restauración le abrieron las puertas del éxito electoral en Barcelona, que mantuvo durante la primera y segunda décadas del siglo XX. Al llegar la Segunda República se convirtió, sin embargo, en un republicano conservador, fue ministro y presidente del gobierno en varias ocasiones, hasta que la polarización del espectro político y el escándalo del estraperlo terminaron con su carrera política en 1935«.

Una perla que, además, como quedó demostrado en ese mismo libro, estaba a sueldo del Ministerio de Gobernación para agitar a las masas de Barcelona en contra del catalanismo conservador.

No me interpreten mal. No estoy diciendo que quienes votaban al Partido Republicano Radical de Lerroux fuesen conscientes de esa anomalía y de que no existiesen las condiciones sociales para que el lerrouxismo arraigase en Cataluña entre ciertos sectores populares. De ninguna manera. Ahora bien: ¿un historiador puede obviar qué y quién dio alas a un político cuyo sólo objetivo era oponerse al catalanismo utilizando una falsa retórica revolucionaria?

Ya sé que en aquel momento el catalanismo estaba dominado por el conservadurismo que llenó el vació provocado por el fracaso del catalanismo de izquierdas que había impulsado Valentí Almirall después de su ruptura con Francesc Pi y Margall, el patriarca del federalismo español. Pero que el agitador populista se opusiese a ese catalanismo conservador con el apoyo de grandes masas no le convierte en un hombre de izquierdas, sobre todo si luego queda demostrada su vinculación con las cloacas del Estado.

Lerroux y Solé Tura no son «mitos útiles» para un catalanismo que intenta mantener disciplinadas a las hordas soberanistas. De ninguna manera. En todo caso son mitos de una izquierda estatista que los reivindica desde un punto de vista político e historiográfico. Si Domènech tuviese mi edad –soy bastante mayor que él– puede que hubiese asistido a los seminarios de formación de Bandera Roja, esa organización de extrema izquierda que dirigieron, precisamente, los dos Jordi (Jordi Solé Tura y Jordi Borja, este último miembro, como Domènech, de la candidatura Barcelona en Comú) y a la que yo pertenecí. En esos seminarios se enseñaba marxismo y una historia del movimiento obrero en España que poco o nada tenía que ver con el anarquismo.

Leí bastante aunque no sé si aquellas lecturas llegaron a serme útiles. Cuando me puse a estudiar historia y escuché por primera vez al profesor Josep Termes en la antigua facultad ubicada en la parte alta de la Diagonal, descubrí lo que en BR no me habían contado: que existía otra tradición obrera y de izquierdas, anarquizante y sindicalista, que estaba ligada a la defensa de la identidad catalana y del catalanismo por la vía del federalismo almiralliano.

El invento de Antoni Rovira i Virgili de ese Pi i Margall catalanista que nunca existió, porque su federalismo no lo era, oculta, por ejemplo, que en las elecciones de 1901, en plena restauración borbónica (1874-1931), Pi i Margall y Alejandro Lerroux (entonces ya a sueldo del Estado) aunaron sus esfuerzos electorales en lo que sin embargo no se puede considerar exactamente una coalición, para combatir la candidatura, llamada del Quatre presidents, que dio origen a la Lliga Regionalista, el partido catalanista conservador d’Enric Prat de la Riba y Francesc Cambó.

En 1903 y 1905, el Emperador del Paralelo, mote con el que se conocía a Alejandro Lerroux, repitió como diputado y disputó la hegemonía al catalanismo en Cataluña en un bipartidismo que nada tenía en común al que predominaba en España y enfrentaba a liberales y conservadores. «Lerroux, sobre el papel, reivindicaba el federalismo. Respetaba y invocaba la figura de Pi i Margall», escribió Culla en su libro, pero en realidad su único objetivo era combatir al catalanismo.

Hoy en día ningún historiador solvente discute esas cosas, como tampoco se discute que el «público» que siguió al lerrouxismo era catalán. Las interpretaciones buenistas están fuera de lugar y ahí tenemos el ejemplo de los alcaldes lerrouxistas de Barcelona para demostrarlo: Juan José Rocha García (1917-18), Manuel Morales Pareja (1918-19) y Joan Pich i Pon (1935). Eso también fue y es Cataluña.

A Alejando Lerroux lo acabó combatiendo la izquierda republicana catalana que desde 1904 intentó construir una alternativa catalanista popular al catalanismo conservador dominante entre 1901 y 1923. La interpretación de Solé Tura no sólo fue combatida por los «burgueses», como asegura el comisionado municipal, la rechazó también una generación de historiadores que, bajo la dirección de Josep Termes, confeccionamos libros basados en la documentación histórica y no sólo en una interpretación ideológica del pasado.

Fue Marx quien en su libro El 18 de Brumario de Luis Bonaparte le reprochó al idealista Hegel que dijese que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecían, como si dijéramos, dos veces y que, en cambio, se olvidase de agregar que una vez la hacían en forma de tragedia y otra vez de farsa. El populista Domènech debería volver a los clásicos para no reinterpretar lo que ya está claro.