El ‘procés’ ya tiene su Juana de Arco

La sublimación de un ideal político es el símbolo. Y su expresión máxima es el martirio. El procés, ese camino sinuoso y aparentemente inacabable hacia una Cataluña libre, buena y feliz, consagró el viernes a su proto-mártir en la persona de Carme Forcadell i Lluís, convertida en heroína de la causa frente a quienes le quieren le condenar en una hoguera hecha de leyes.

La presidenta de su Parlament recorrió el camino hacia el cadalso (el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña) acompañada de Puigdemont, Junqueras, el Govern en pleno, los expresidents del Parlament Rigol, Benach y Gispert, los cabezas de grupo de CSQP y la CUP, los dirigentes de la ANC, Omnium y la AMI y el padrone Artur Mas‘Le tout l’independentisme’, en suma.

La maquinaria soberanista se ha adueñado con maestría de las palabras: democracia, votos, libertad, pueblo… Conoce y utiliza el poder de los símbolos para mantener el momentum del procés y contrarrestar el cansancio que causa el largo e incierto camino hacia la independencia. Y lo hace de manera profesional y sistemática.

La maquinaria del PP y el gobierno de Mariano Rajoy, en cambio, desconoce este elemental axioma de la acción política o –lo que parece más probable— ha optado por ignorarlo. Su reflejo primario, casi genético, es poner ‘el asunto’ en manos del Tribunal Constitucional, la Fiscalía General o cualquier otro órgano del Estado cuya acción intuya le vaya ser favorable.

La judialización del problema, la cerrazón del Gobierno y la obstinación en defender un modelo unívoco e inmutable de España (creciente a medida que el PSOE ha derivado hacia un discurso cercano al más rancio nacionalismo español) son los factores que más contribuyen al crecimiento del independentismo catalán.

La imputación de Forcadell –igual que los procedimientos contra Mas, Rigau y Ortega—son ‘el regalo que nunca se acaba’: dan constantes ocasiones para presentar el sentimiento –legítimo y auténtico—de una parte de los catalanes como si fuera el clamor unánime de todo un pueblo.

Faltó el tiempo tras la procesión hasta el TSJC para que la noticia fuera recogida en el extranjero, para que lo criticaran legisladores de varios países, para que Pablo Iglesias afirmara sentirse «avergonzado de ser español» y para que Iñigo Errejón estampara el hashtag #Demofobia en su tuits sobre el suceso.

El episodio representa un salto cualitativo, a peor, en el enfrentamiento entre el soberanismo y el estatismo; en una pugna que falsa –porque España no es sólo la del PP o la de Susana Díaz—pero irremisible se consolida como la lucha de Cataluña contra España. O al revés: en ambos bandos crecen los partidarios de la máxima de Chernishevski: «cuanto peor, mejor».

Cada nuevo acontecimiento, sin que importe su origen o sus protagonistas concretos, aumenta las probabilidades de que Cataluña acabe siendo una profecía auto-cumplida. Una situación parecida (en su génesis, no en su magnitud) al mes inicial de la Primera Guerra Mundial, magistralmente descrito por Bárbara Tuchman en ‘Los Cañones de Agosto’ (1962): una cadena trágica de decisiones tomadas a pesar de que sus protagonistas sabían sus consecuencias.

La estrategia del independentismo es diáfana. Consiste en lograr en el exterior el octanaje adicional necesario para colocar la aguja definitivamente en el cuadrante del ‘leave’ catalán. Rituales como el del TSJC y las declaraciones posteriores de Forcadell en el Parlament son material de CNN, de BBC y de The Guardian. La letra pequeña –la legalidad vigente, las lagunas jurídicas, éticas y políticas del discurso soberanista—no caben en un sound bite en inglés.

El Govern de Carles Puigdemont y el aparato soberanista entiende esta realidad. Crea los momentos en los que puede escenificarla –diadas, cumbres por el referéndum—o aprovecha hechos sobrevenidos procedentes de ese Mordor que es Madrid como el rescate de las autopistas radiales o la negativa del Tribunal Supremo a perseguir las conversaciones entre el ministro Fernández Díaz y Daniel de Alfonso.

Pero nada de lo anterior exime los inquilinos del Palacio de la Moncloa y al del Palau de Sant Jaume de sus dos deberes esenciales: gobernar para todos y solucionar los conflictos… también de todos.

El president Puigdemont tiene que decidir si seguirá siendo el interino de Artur Mas y un mero portavoz del conglomerado soberanista –una especie de dircom de Cataluña— o, por el contrario, asume plenamente los deberes del cargo.

Eso implica acabar con la aberrante situación actual en que la CUP –antisistema, radical e imprevisible hasta para sus propios miembros— es poco menos que el gobernante de facto en Cataluña. El corolario de lo anterior es una convocatoria anticipada de elecciones para reconfigurar los apoyos al soberanismo. Para ello, Puigdemont necesitaría libertad de decisión, coraje y confianza en que el independentismo prevalecerá. ¿Estará dispuesto a hacerlo o esperará hasta un nuevo y terminal desafío de la CUP?

En justa reciprocidad, Mariano Rajoy debería entender que ‘diálogo’ no consiste en ordenarle a Enric Millo que habilite un despacho en la Calle Mallorca para cuando venga a Barcelona la vicepresidenta Sáenz de Santamaría. Los símbolos son importantes, pero los gestos vacíos no solo carecen de valor; como diría el propio presidente: «no conducen a parte alguna».

Para que ese diálogo tenga sentido, solo puede ser sobre lo que enfrenta a las partes. Ambas deberían discutir sin precondiciones con el fin de definir luego aquello en lo que se puede llegar a acuerdos. Esos pactos solo serán posibles si cada uno sale de su respectivo torreón, orillar los dogmas y asumir que la mejor negociación es la convierte a un adversario en un aliado.

Tal expectativa parecería hoy ilusoria; un ingenuo deseo buenista que no aguanta el mínimo cotejo con la realidad. Y sin embargo, la alternativa es continuar la espiral de confrontación hasta que ‘algo’ transforme el procés en un problema imposible de controlar: una acción de desobediencia institucional, una alteración imprevisible de la convivencia, un acto de fanatismo de cualquier color…

El procés ya tiene su Juana de Arco, inopinadamente encarnada en la imagen de Carmen Forcadell saludando, desafiante, en lo alto de las escaleras del Tribunal barcelonés. A 625 kilómetros, los partidarios del nacionalismo opuesto piden que el Gobierno emule a John de Bedford y sus aliado borgoñones para sofocar el «desafío soberanista».

Es necesario que se pronuncien quienes rechazan los dogmas impuestos y las verdades absolutas. Ambas partes presumen de sentido: el seny catalán y el sentido común que tanto dice apreciar el presidente del Gobierno. Si no asoman de una vez, ese conflicto social, político y humano que nadie admite como posible, como los ‘Cañones de Agosto’, se hará un poco más factible.

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