El PP (ahora sí) es el partido que más se parece a España
El PP empezó a parecerse a España cuando entendió que la realidad se vive de forma muy diferente dentro y fuera de la M30
Durante años, entre los analistas políticos se aceptaba de forma casi unánime que el “PSOE era el partido que más se parecía a España”. La sociedad española se declaraba ligeramente escorada hacia la izquierda. Los ciudadanos del interior del país, incluyendo Andalucía, se declaraban más españoles que de su región de origen. Los de la periferia, en cambio, mostraban simpatías ligeramente nacionalistas o regionalistas (Cataluña, País Vasco, pero también Galicia, Valencia o Aragón). El PSOE conseguía mimetizar estos rasgos de manera casi perfecta: cuando gobernaba, lo hacía con gestores socialdemócratas, ligeramente escorados hacia la izquierda, pero sin demasiadas estridencias. También conseguía replicar la pulsión territorial de los votantes: en el interior, era el partido de los Bono o los Rodríguez Ibarra. En la periferia, de los Maragall.
Durante años, la química funcionó casi a la perfección. El PSOE gobernaba España por inercia, de un modo parecido a cómo el Madrid gana las Champions de fútbol. No ocurría siempre, claro está. Pero tenía que suceder algo extraño, circunstancias casi excepcionales, para que se interrumpiese el idilio. En 1996 el Gobierno de Felipe González tenía tantos rotos que por uno de ellos logró colarse Aznar. Y en 2011 la crisis económica era de tal calibre que Rajoy consiguió armar una mayoría absoluta. Pero siempre eran períodos breves, con fecha de caducidad. Lo normal era que, antes o después, los españoles volviesen al redil socialista. El PSOE gobernaba en la norma. El PP, en la excepción.
Hasta que llegó Sánchez. Con Sánchez cambiaron muchas cosas en el PSOE. Pero quizás la más destacada –y una de las menos comentadas- es que transformó el partido, de una especie de ancla en una ruleta rusa. Moción de censura, pactos con los independentistas, negociaciones con Bildu. Con Sánchez los socialistas siempre han vivido en el filo de la navaja, al borde de un ataque de nervios.
Se dijo que era un peaje a pagar en el nuevo contexto político. Las mayorías absolutas se habían acabado, el bipartidismo se había ido para no volver. Debíamos acostumbrarnos a vivir siempre en el alambre. La nueva política era más gesticulante, más dramática: Iglesias, Rivera, Cataluña. La política española exigía emociones fuertes.
Durante un tiempo, también el PP se dejó arrastrar por las mismas urgencias. Casado fue elegido presidente de los populares reivindicando la “guerra cultural”. Para frenar a Vox y al PSOE, el PP debía dar la batalla al mismo tiempo en todos los frentes: Cataluña, aborto, memoria histórica. Casado saltaba de un tema a otro a la misma velocidad a la que bailaban sus discursos parlamentarios. Si los volantazos no pasaban factura a Sánchez, ¿por qué debían penalizar a la oposición?
Pero, como tantas otras veces, la política demostró tener un recorrido circular. Llegó el Covid: el Gobierno central gestionó la primera ola. Acumuló algunos errores, pero sobre todo muchas sobreactuaciones. Interminables filípicas del Presidente, que cogió el gusto a rodearse del mando único. Pero la batalla no era un relámpago, sino una maratón. Con el paso de los meses, viendo su propio desgaste, Sánchez decidió apartarse del foco y se inventó aquello de la cogobernanza. La gestión de la crisis mejoró. Curiosamente, la imagen del Gobierno central siguió empeorando, sobre todo cuando pocos meses después llegó la inflación, ese corrosivo para los gobernantes. En cambio, se disparó la popularidad de los gobiernos autonómicos. Ayuso en Madrid, a bases de golpes secos y directos, con un estilo más afilado. Moreno en Andalucía, con más pausa y un rumbo fijo. Mientras, Sánchez, seguía en su propia montaña rusa: un día prescindía de sus colaboradores más cercanos para al siguiente echarlos de menos. En algunos casos, empezó a quedarse sin escapatorias: para huir de un error tenía que cometer otros. El Frente Polisario, Marruecos, Argelia.
Las tornas cambiaron. Las buenas noticias ahora parecían obra de los gobiernos autonómicos. Las malas, del Gobierno de la nación. Quizás la lectura de Lastra en la noche electoral no estuvo tan desencaminada. Los ciudadanos parecen premiar a los gobiernos autonómicos y castigar al central. A Lastra le faltó preguntarse por qué ocurre así. Aquí va una posible respuesta: tal vez (es solo una hipótesis), porque los gobiernos autonómicos tienen formas reconocibles. Se han convertido en anclas de las demandas de sus ciudadanos. Mientras, el Gobierno central no se parece a nada, o sigue los inescrutables designios de su líder, que viene a ser lo mismo. No, España no ha cambiado, ni se ha hecho súbitamente de derechas. Han cambiado los partidos. El PSOE dejó de parecerse a España cuando decidió seguir a su líder como si fuese una secta religiosa. Y el PP, en cambio, empezó a parecerse a España cuando entendió que la realidad se vive de forma muy diferente dentro y fuera de la M30, que se puede tener un estilo en Madrid y otro muy diferente en Andalucía.
Vox, sin ir más lejos, intentó repetir otra vez la misma campaña electoral. Olona se quiso disfrazar de Ayuso en su visita al sur. Ya descubrimos que Iván Redondo era un pony con un solo truco. Por lo que parece, solo Feijóo, entre los partidos nacionales, cuenta con banquillo para cambiar de estilo según le convenga. Y en política no hay camino más seguro que ese hacia la victoria