El populismo o el exceso de la política en España

En los últimos años se ha larvado en la sociedad española un sentimiento de bronca, como dirían los argentinos, de gran malestar, de enojo. No es nada extraño, porque se han cometido errores. Las administraciones públicas se han visto desbordadas, y los responsables políticos no han sabido, como mínimo, empatizar con la parte de la sociedad que lo ha pasado peor.

Pero la traducción política de ese malestar ha derivado en un populismo que se asemeja a una especie de nacimiento: los nuevos movimientos, que gobiernan ciudades como Madrid o Barcelona, creen que pueden impulsar un nuevo comienzo que pasa por politizarlo todo, por reiventar la sociedad. Y eso pasa por buscar procesos de remunicipalización de servicios, o por cambiar nombres a las calles y plazas, o por rechazar la celebración de la Constitución, como ha decidido Ada Colau.

En algún sentido lo que propone Podemos y las marcas municipales es conectar, de nuevo, con los que fueron partidarios de la ruptura en la transición. Los valores de la II República, el distanciamiento con la monarquía, la necesidad de recuperar símbolos del anarquismo, tan presente en territorios como Cataluña, forman parte de la mochila de unos dirigentes municipales jóvenes que desean protagonizar su particular transición.

Pero, ¿tiene todo eso sentido? O, en todo caso, ¿es eficaz? La otra salida, la que proponen en muchas ocasiones algunos expertos tampoco es válida. Lo apunta en todas sus reflexiones el politólogo Victor Lapuente, en una muestra de que existe una generación de pensadores que huye de los antagonismos. Lapuente sostiene que esos populismos se aferran a la política como si lo tuviera que solucionar todo, en oposición a las reglas del mercado.

La otra salida que se decía es defender que el país se transforme en una gran gestoría. Se escucha a menudo: no, la política no resuelve nada, lo que se necesita es gente muy formada en cada área y que trabajen. ¿Pero en qué dirección deben trabajar, con qué prioridades, con qué consensos, con qué objetivos sociales a medio y largo plazo?

Ese es el debate que debemos plantearnos, porque ni los populismos arreglan nada, ni la apuesta sin matices por una especie de tecnocracia mal entendida. En España, sin embargo, el problema ahora es la hegemonía del populismo en el discurso público.

Lo puso de manifiesto el economista Ramon Tamames, un protagonista de lujo en la transición que sigue aportando a la sociedad sus conocimientos, en un coloquio en el Cercle d’Economia. Tamames defendió el sistema de concesiones de los servicios, por parte de las administraciones, que pasan por concursos públicos. Es decir, apostó por mantener un modelo en el que empresas privadas pueden gestionar servicios a la sociedad, siempre que la titularidad del mismo sea pública, y exista un regulador que lo fiscalice. Es lo que tenemos, con imperfecciones, pero siempre con la posibilidad de mejorar toda la cadena, «pero no eliminar el proceso», como constató Tamames, en referencia a la idea de la remunicipalización del servicio del agua.

Porque, siguiendo a Lapuente, ¿qué quiere decir exactamente la idea de la izquierda alternativa de conquistar espacios para la política? Esos espacios se ganarán, claro, en perjuicio de los mercados, se entiende. ¿Con qué consensos se puede logar ese objetivo, y con qué consecuencias?

Es lo que debe asumir ese nuevo populismo en España, porque lo más importante, lo realmente necesario, es que las decisiones que se tomen en los próximos años sean eficaces y útiles, con un proyecto político detrás.