El poder y la estabilidad
La capacidad autodestructiva del poder y de la sociedades es mayor que la de los cataclismos
Todo fluye de tal manera que el principio de incertidumbre se desmelena, rompe las cadenas al que lo habían sometido las ciencias sociales, los politólogos y todos los que se dedican profesionalmente, liliputienses políticos y empresas gigantescas a la cabeza, a anticipar el futuro para domesticarlo según sus conveniencias.
La estabilidad es el único sueño de los de arriba, un cuento para niños que siempre parece cumplirse pero que acaba indefectiblemente con unas tremendas e imprevistas convulsiones sociales.
Francis Fukuyama es el último, no el primero, de una larga lista de servidores de personajes poderosos que han murmurado a sus oídos y predicado en las plazas que el statu quo de turno era inamovible, la senda rectilínea tan rectilínea y plácida que los tumbos estaban descartados. A su favor, que ha reconocido lo radicalmente erróneo de la profecía sobre el final de la historia.
El poder es tan alérgico a las sorpresas que no le basta con multiplicar las ataduras con las que pretende inmovilizar a sus súbditos sino que recurre, tal es su temor a caer de las alturas, a todo tipo de maniobras, incluidas las más rastreras, y conjuros, sin olvidar la nigromancia, a fin de perpetuarse.
Cierto es que las sociedades organizadas han vivido períodos más o menos largos de estabilidad, si bien no exenta de conjuras, traiciones, asesinatos y otras lindezas propias de la incansable lucha entre los que intentan asaltar el poder y los que prenden mantenerse en él.
A pesar de todo, la estabilidad existe. Lo único que sucede es que resulta imposible determinar su extensión temporal. Todas las grandes civilizaciones posteriores a la primera revolución tecnológica de la humanidad, la del Neolítico, han perecido después de haberse creído eternas.
Anticipándose al malestar social que se avecina, nuestros gobernantes intentan reforzarse por todos los medios
Puede que la actual situación sea un primer aviso o síntoma de algo mucho más destructivo o puede que no. Puede incluso que de la subsiguiente crisis salgamos indemnes o dando pasos hacia delante. Pero también puede ser que las sociedades den un vuelco tremebundo.
Lo único que está claro es que el monstruo de la incertidumbre ha vuelto. Su primera víctima, el optimismo. La segunda, la confianza, sin la cual es imposible que se reactive la rueda de la economía.
Pero incluso más en medio de la incertidumbre que en circunstancias normales, la mayoría de los políticos, y sin excepción alguna entre los más cercanos, en vez de levantar una mirada escrutadora al servicio de todos, acortan sus miras hasta concentrarlas en el espejito mágico que refleja sus perspectivas de mando.
Entre sus grandes intereses no se cuentan la preparación ante las posibles y amenazas al desarrollo y la estabilidad de cada país. Nada de prever, reforzar, mejorar las capacidades. Al contrario, a mayor incertidumbre, menor el plazo en el que piensan. A más nubarrones en el horizonte, más amarras al sillón y más embelesados en su espejito.
Descendamos un peldaño más en la escala y ejemplifiquemos dicha actitud con el microcosmos que tenemos delante. Sin duda alguna, se avecina un malestar social de proporciones desconocidas, probablemente gigantescas. Anticipándose a su llegada, nuestros gobernantes intentan reforzarse por todos los medios. Veamos cómo.
En vez de solidificar sus laxas alianzas, Pedro Sánchez las afloja un poco más al proveerse de una nueva carta, Ciudadanos. La intención es mejorar las combinaciones posibles del juego a su favor, aunque así incremente el riesgo de ruptura con el único socio imprescindible.
Todos actúan como si la estabilidad dependiente de su longevidad en los puestos de poder
Por su parte, el primer socio Pablo Iglesias pone encima de la mesa una batería de propuestas, que van de la renta universal a un impuesto draconiano sobre las llamadas grandes fortunas. De momento, la intención es tirar del PSOE hacia la izquierda. Veremos qué hace Podemos cuando sea evidente para todo el mundo que no lo consigue mientras aumenta el sufrimiento entre sus votantes.
Aferrado al poder vasco, Íñigo Urkullu pretende asegurarse una nueva legislatura antes de que el malestar por las consecuencias sociales de la crisis despierte con un rugido de su sesteante placidez al avispado PNV. Da igual. Primero, cuatro años, luego que rujan cuanto se les antoje.
Quim Torra no quiere elecciones a pesar de haber dado la legislatura por concluida. No porque personalmente le haya tomado gusto al poder, ya que entre todos le mantienen a dieta de tan exquisito manjar, sino porque los posconvergentes que le han puesto en la presidencia temen quedarse sin las migajas que les queden si un nuevo tripartito de izquierdas les desaloja por segunda vez de la Generalitat.
¿Alguien da más? No. Todos actúan como si la estabilidad, sin la cual es imposible ir mejorando o por lo menos no empeorar demasiado deprisa, dependiera, no de las medidas adoptadas por consenso en beneficio de todos, sino de la longevidad de cada cual en los puestos de poder.
Es una deriva que no se puede modificar, que incrementa la desconfianza y en consecuencia la incertidumbre que de ella se alimenta. Desde luego, la capacidad autodestructiva del poder y de la sociedades es mayor que la de los cataclismos.