El poder de las malas ideas

Las ideas gobiernan el mundo, pero son las emociones las que dictan qué ideas predominan en cada persona o en cada época.

Las ideas gobiernan el mundo. John Maynard Keynes señaló que aquel que cree estar libre de cualquier influencia externa es, con toda seguridad, esclavo de algún economista difunto. Y quien dice economista, puede decir intelectual o clérigo. En su ya clásico En defensa de la política, el laborista Bernard Crick concluyó que aquellos que afirman orgullos que la política es una actividad “puramente práctica e inmediata” son incapaces de ver la realidad más allá de sus propias narices.

El gran historiador de las ideas Isaiah Berlin afirmó que, si algún día la humanidad acababa destruyendo el mundo, la razón no sería económica, no sería la lucha de clases; sería culpa de las ideas, en concreto, las del nacionalismo. Así, las ideas pueden ser más fuertes que todos los batallones de soldados. Son una fuerza invisible que lo mueve todo.  

Las ideas gobiernan el mundo, pero son las emociones las que dictan qué ideas predominan en cada persona o en cada época. Judith Shklar escribió que el miedo se encuentra en el origen de las ideas liberales. El miedo a la crueldad y a la arbitrariedad del Estado forjó un pensamiento favorable a la limitación del poder y la preservación de la libertad. El miedo al fascismo y al socialismo permitió al liberalismo evolucionar durante el siglo XX.

También el nacionalismo es fruto de una emoción. Amin Maalouf nos recordaba en su sugerente Identidades asesinas que el nacionalismo brota de una herida real o imaginada. Es un resentimiento que conduce a pensar que en sociedades homogéneas se vive mejor. Pero ya conocemos los infiernos que provocan estos sueños. 

Hace algo más de una década Stéphane Hessel publicaba ¡Indignaos!, un libro mediocre, tanto por su forma como por su fondo, pero con una estimable virtud: conectó con el clima emocional de aquel momento. Hessel hacía un llamamiento a la indignación. Usó su innegable autoridad moral para impulsar un discurso de doble moral. Debíamos sentir rabia y culpar a los sospechosos habituales, es decir, a Estados Unidos, a Israel y a los capitalistas. No compartía el terrorismo, pero lo comprendía. Y si lo criticaba no era por su evidente inmoralidad, sino por su ineficacia para alcanzar los objetivos propuestos. Le llovieron las críticas en Francia. Fue justamente fustigado por Alain Finkielkraut. El filósofo acusó al activista de “reemplazar los problemas por los culpables”. Y apuntó que esta indignación sin responsabilidad sólo podía triunfar en sociedades poco maduras. 

La vicepresidenta segunda del Gobierno y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, en una presentación de su proyecto político, Sumar. EFE/Ángel Medina G.

Y triunfó en la izquierda española. El partido Podemos se erigió como portavoz de los indignados. Dirigió su odio a la casta y, cuando sus líderes se convirtieron en casta, se dedicaron a dividir la sociedad con las políticas de identidad. Media sociedad era señalada como machista, homófoba y, directamente, fascista. Impusieron su narcisismo victimista y por una falsa religión que desliga y no religa. Lo tiene todo: sus profetas melenudos (y con coleta), sus promesas de paraíso (“asaltar los cielos”), también sus herejes y nuevas inquisiciones (la corrección política), y un nuevo mandamiento, a saber, odiarás al prójimo como a tu peor enemigo. 

Degeneración institucional

A estas alturas de la historia, ya podemos señalar que la indignación ha fracasado en su objetivo público, la regeneración democrática. El fracaso, en este sentido, ha sido estrepitoso. La degeneración institucional es evidente. La democracia está peor. El Estado de derecho se tambalea. Se aprueban leyes para beneficiar a violadores, malversadores y sediciosos. En terminología de Pierre Rosanvallon (El siglo del Populismo), nuestros populistas no han optado por una brutalización directa de las instituciones, sino por algo más sibilino y eficaz en un marco como el de la Unión Europea, la desvitalización progresiva. La indignación de Hessel podía tener buenas intenciones, pero su plasmación política en España ha provocado una regresión en toda regla. 

Quizás el objetivo real de la nueva casta nunca fue la dictadura, pero tampoco era cuidar la democracia. No era ninguna regeneración. Ningún paso se ha dado en ese sentido. El objetivo era alcanzar el poder y perpetuarse en él. Punto. Pero también en eso la indignación empieza a fracasar.

La cursilería cainita de Yolanda Díaz es una señal: necesitan cambiar el plano emocional para seguir en la poltrona y seguir imponiendo las mismas malas ideas. Esas que convierten a los conciudadanos en enemigos y que permiten, en un clima de paranoia, el triunfo de la mentira y el fracaso de la rendición de cuentas. El fracaso de la indignación es un hecho. El retorno de la responsabilidad sigue siendo, sin embargo, un deseo. El espíritu de la Transición sigue diluyéndose.