El poder como fin

Los de Sánchez buscan asegurarse el recorrido en el poder hasta 2024 por cualquier medio, para lo que no dudarán en incumplir pactos si con ello se mantienen en el poder

Normalmente, por lo menos en democracia, el ejercicio del poder se orienta en primer lugar a cambiar la sociedad y en segundo, como resultado de dichos cambios, en general graduales, a ganarse la confianza popular a fin de permanecer en él el mayor tiempo posible.

O sea, que el poder es un instrumento, un medio, no un fin. El fin, proclamado o efectivo, es la mejora del bien común. Sin embargo, en España no sucede tal cosa. Ni siquiera tienen a bien quienes están en lo alto y quienes aspiran a estarlo la hipocresía pero al mismo tiempo cortesía, de recordar que están ahí para servir al interés general del mejor modo posible, siguiendo su ideario con moderación y mirada larga.

Bueno, pues en estos lares, el poder se está convirtiendo cada vez más en un fin en sí mismo. Las decisiones de los diferentes gobiernos son un medio no tanto, o de ningún modo, para mejorar algo como para seguir disfrutando de él de tal modo que se incremente en vez de disminuir.

Dicha concepción del poder conlleva engañar e infantilizar a la población edulcorando u ocultando lo desagradable, los déficits, en vez de señalarlos y afrontarlos. Desde la pensiones, cuya difícil viabilidad se oculta, al precio de la energía, que a la postre viene de directivas europeas, los problemas se camuflan y las culpas se centrifugan en vez de asumirse.

La burbuja en la que andan instalados no está desconectada del mundo real pero nadie es capaz de señalar en qué consisten y por dónde pasan dichas conexiones. En materias como alquileres, salarios, relaciones laborales, legislación de libertades y un largo etcétera no importa su efectividad a medio plazo sino su efecto inmediato sobre la opinión.

Por otra parte, en cuestión de pactos y conversaciones para llegar a ellos, casi todo lo importante es opaco. De la mayoría de los asuntos tratados entre quienes van a aprobar los presupuestos ni siquiera nos enteramos. Solamente trasciende lo que conviene o cause menos desgaste a las partes.

Por si fuera poco, el nivel de incumplimiento de los pactos alcanza cotas estratosféricas. Los roces entre socios o colaboradores tienen mucho más de exhibicionismo del propio músculo que de solución acordada a una cuestión determinada.

Gracias al peculiar sistema de gobernanza hispano, lo máximo que puede decirse en favor de nuestros políticos es que gozamos de estabilidad aunque no de los frutos que suelen derivarse de ella en otras latitudes.

La estabilidad es el primer y casi el único bien a preservar, en consonancia con el único beneficio que se busca, la permanencia en el poder. Los precios a pagar, las rebajas de los propios principios, e incluso la auto traición, son sacrificios menores comparados con la satisfacción que proporciona ocupar la plataforma de mando y el insoportable vértigo de acercarse a la sus peligrosos bordes.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante su intervención en una sesión de control al Ejecutivo en el Congreso. EFE/ Emilio Naranjo

Por eso tenemos presupuestos, porque la estabilidad beneficia a quienes se disponen a apoyarlos, no o no forzosamente y tal vez ni de lejos a sus electores. El resultado de las negociaciones entre el PSOE y sus contrafuertes estaba predeterminado antes de empezar las negociaciones, de manera que lo negociado no es el hecho en si de la votación sino su presentación.

Presentación que responde a un principio básicos: erigirse en adalid de los intereses de su electorado, con independencia del resultado final. De todo lo acordado, Pedro Sánchez va a cumplir solamente lo que le convenga. Lo que le interesa es el sello, el marchamo, el pase, la mayoría, en esta ocasión en la que se juega la legislatura. Una vez salvado y asegurado así el recorrido hasta el 2024, el resto es lo de menos.

El resto, lo demás, somos nosotros, los ciudadanos, nuestras vidas y nuestras casi para todos menguantes haciendas y expectativas.

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