El peligro del populismo en España
Ghita Ionescu y Ernest Gellner, en la introducción de su compilación de textos Populism. Its Meanings and National Characteristics (1969), advierten en la primera frase de que “un fantasma se cierne sobre el mundo: el populismo”. Cierto. Como cierto es que el populismo ha despertado de nuevo con el doble objetivo de conseguir la hegemonía política y social y alcanzar o asaltar el poder. En España, por ejemplo.
El populismo es un movimiento – no una idea-, escurridizo y proteico, difícil de definir función de las coordenadas políticas, sociales, económicas y geográficas en que aparece y se desarrolla.
Históricamente hablando, el populismo es aquel movimiento predominantemente campesino de rechazo del desarrollo capitalista que apareció en la Rusia zarista de la segunda mitad del XIX, o aquel movimiento de carácter radical que floreció en los Estados Unidos a finales del XIX y evolucionó hacia el socialismo, o aquel movimiento que surgió en América Latina durante las primeras décadas del XX con la intención de hacer frente a las oligarquías nacionales y desembocó en el caudillismo.
El populismo se limita a un discurso demagógico que remueve y promueve los sentimientos, emociones, temo-res, odios y deseos del “pueblo” con el objeto de alcanzar y conservar el poder. Por lo demás, suele tener alguna fi gura paternal o maternal convencida del papel anticipador y redentor que le ha reservado la Historia. Enrique Krauze (¿Qué es el populismo?, 2005) ha propuesto diez rasgos específicos del populismo: exaltación del líder carismático; uso, abuso y secuestro de la palabra; invención de la verdad; utilización discrecional de los fondos públicos; reparto de la riqueza a cambio de obediencia política; impulso del odio de clase; movilización social permanente; fustigación sistemática del supuesto enemigo exterior; desprecio por la legalidad democrática; cancelación de las instituciones liberal-democráticas.
El ensayista mexicano concluye que el populismo tiene una naturaleza “perversamente moderada o provisional: no termina por ser plenamente dictatorial ni totalitario; por eso alimenta sin cesar la engañosa ilusión de un futuro mejor, enmascara los desastres que provoca, posterga el examen objetivo de sus actos, doblega la crítica, adultera la verdad, adormece, corrompe y degrada el espíritu político”. Con estos mimbres –rechazo del capitalismo, izquierdismo, caudillismo y criterios de Krauze— se puede afirmar que en la España de las primeras décadas del siglo XXI existen cuatro manifestaciones populistas. A saber: el populismo de izquierdas, el populismo nacionalista, el populismo feminista y el populismo económico.
El populismo de izquierdas o ese movimiento de dinámica frentista que reeduca en los valores de la corrección política progresista, que reivindica una nueva manera de hacer política en que el poder emane de la base, que cuestiona la democracia burguesa en beneficio de una democracia “real”, que desea liquidar el régimen del 78, que coquetea con la utopía de la armonía perdida y, desde el “buenísimo” simplón, percibe el liberalismo como manifestación de “malísimo”.
El populismo nacionalista o ese movimiento localista –identitario, victimista, presuntuoso, providencialista, desleal y absolutista— que apela a los sentimientos e ilusiones del “pueblo”, que practica el mobbing político, social e ideológico, que desafía al Estado y busca la confrontación y la ruptura, que aboga por la desobediencia antidemocrática en beneficio de una construcción “nacional” ilegal que recuperaría el yo colectivo y los recursos, capacidades y bienes expropiados por el reino de España.
El populismo feminista o ese movimiento autoritario que por decreto exige una cuota de representación femenina en todos los ámbitos al tiempo que desea imponer la perspectiva de género en la política, la economía, el derecho, la empresa, la sanidad, la ciencia, la investigación, la educación, la filosofía, la historia, el arte, la música o el liderazgo. El populismo feminista contra el mercado y la meritocracia.
El populismo económico o ese movimiento fundamentalista que resucita el antagonismo de clase, quiere librarse del capitalismo, así como de la banca y la Europa de los mercaderes, y reivindica –además de una política expansiva: adiós a la estabilidad presupuestaria y la austeridad— una nueva institucionalidad al servicio de la ciudadanía y en contra –dice— de las elites dominantes. ¿La reforma laboral? ¿La productividad? ¿La competitividad? Connais pas.
El populismo español –incluido el catalán— suele frecuentar un discurso malhumorado, faltón y rencoroso. Apuesta por unas microrrupturas –de la democracia real al choque de legitimidades— que cuestionan la sociedad abierta y el Estado de derecho. El trasfondo: la idea foucaultiana de la microfísica del poder según la cual el poder no se posee, sino que se ejerce.
El populismo, en España –una suerte de laboratorio del populismo en Europa—, ha logrado construir un imaginario –el nosotros colectivo— susceptible de generar un nuevo sujeto del cambio –“el pueblo”— frente al enemigo común formado –asegura— por la alianza entre el Estado, el político y el banquero.
Un discurso fácil que anula cualquier análisis riguroso de la realidad. Con razón decía Ortega que “los demagogos han sido los grandes estranguladores de civilizaciones”.