El pecado más odioso en política: mentir
Nadie, salvo aquellos que vayan con los ojos vendados por el partidismo más insultante o los oídos tapados por la ignorancia, puede ignorar la gravedad de las conversaciones mantenidas entre Fernández Díaz y De Alfonso: por el contenido revelado y la posición de los interlocutores.
Dando pues por sentada la trascendencia política y la amoralidad de lo planteado por ambos funcionarios públicos, deberíamos analizarlo a partir de diferentes perspectivas para no hacer un ejercicio inútil de debate tabernario.
Lo primero, los hechos. Las conversaciones son auténticas y ni Fernández Díaz ni De Alfonso las han negado. Lo dicho, lo que se conoce, es lo más importante y en esas grabaciones aparece nítidamente la voluntad del ministro de Interior de utilizar de manera torticera a otro cargo del Estado en sus objetivos políticos. Impresentable. En cualquier país de nuestro entorno, la dimisión habría sido inmediata. De ambos dignatarios. Los dos cómplices a partes iguales de un compadreo que no debería haber existido.
Lo segundo, las mentiras. El pecado más odioso e imperdonable, seguramente, en política. ¿Mintió Rajoy cuando dijo que no sabía nada o mintió Fernández Díaz cuando aseguró que el «discreto» jefe del Gobierno, ése del que su mano izquierda no sabe lo que hace la derecha, estaba absolutamente al tanto de sus gestiones?
Si hemos de creer a Mariano Rajoy, la pregunta es obvia: ¿Cuándo va a cesar al ministro que utilizó su nombre en vano, que engañó a su interlocutor haciéndole ver que estaba respaldado por la máxima autoridad del gobierno? Son mentiras tan evidentes que resultan insoportables en cualquier democracia.
Tercero, las conspiraciones. ¿Quién contra quién? ¿Para qué? ¿A beneficio de quién? Poco podemos saber hasta hoy, y quizás poco acabemos sabiendo. En cualquier caso, quizás sea lo menos importante, salvo la conclusión de que entre los muchos errores que ha cometido Fernández Díaz en su gestión el descontrol que parece haberse adueñado en su departamento no es el menor.
Y, cuarto, unas pinceladas sobre los protagonistas. Sorprende, o no, la contumacia en el error de Fernández Díaz, el ministro que condecoró a la Virgen o que recibió a Rodrigo Rato en su despacho cuando éste ya estaba imputado por múltiples delitos. Y la liviandad y veleidades de Daniel de Alfonso, el responsable de la Oficina Antifraude de Cataluña, cuyas explicaciones han caído en tantas contradicciones, han sido rectificadas por él mismo con tanta frecuencia, que su situación es insostenible.