El pan nuestro de cada día

Hace poco se publicaba la noticia de que el 75% de la comida que se servía en los comedores públicos (escolares, sanitarios, residencias de ancianos, cantinas de funcionarios, etc.) de Copenhague era orgánica. Alimentos naturales sin aditivos y obtenidos con técnicas respetuosas con el medio ambiente. Dentro de tres años el objetivo será llegar al 90%.

Personalmente quedé sorprendido hace años cuando viajé a Dinamarca de la oferta mayoritaria que se encontraba en los supermercados de alimentos ecológicos. Dinamarca y otros países nórdicos han hecho una bandera de los temas ambientales. Y esto tiene una primera consecuencia: la mejora de la salud de su ciudadanía y la contribución a la sostenibilidad del planeta. Pero hay una segunda derivada que se contempla poco, pero tiene gran importancia.

Este rigor ambientalista que condiciona tanto el comportamiento del consumidor como a veces los filtros aduaneros, hace que la mayoría de alimentos, especialmente transformados que haya en los supermercados daneses sean daneses. El ecologismo ha sido, también, un instrumento sutil de proteccionismo y de promoción de la agricultura, la ganadería y la agroindustria de proximidad. La potente Federación de cooperativas danesas está totalmente en sintonía con esta política.

Entonces, quizás, deberíamos preguntarnos por qué aquí no estamos avanzando en esa dirección. Y no vale argumentar las miserias presupuestarias de los comedores públicos. Estoy convencido de que cuando las AMPAS y los colectivos de funcionarios y usuarios de la sanidad exigieran una comida de proximidad y ecológica, se encontrarían fórmulas de abastecimiento directo desde el mundo cooperativo o de la empresa agroganadera catalana que afinan precios, siempre y cuando se garantizara una cierta continuidad en el mercado.

Dentro del mismo ámbito agroalimentario hay otra noticia de la que se habla mucho últimamente. Según la FAO un tercio de los alimentos producidos en el mundo cada año para consumo humano, o 1,3 mil millones de toneladas aproximadamente, se pierde o se desperdicia. Los países industriales y los países en desarrollo pierden aproximadamente la misma cantidad de alimentos, 670 millones y 630 millones de toneladas, respectivamente.

Cada año, los consumidores en los países ricos desperdician la comida casi tanto (222 millones de toneladas) como la producción alimentaria neta del África subsahariana (230 millones de toneladas). Las frutas y hortalizas, raíces y tubérculos tienen el mayor alto desperdicio. La cantidad total de alimento perdido o malgastado cada año equivale a más de la mitad de la producción mundial de cereales (2,3 millones de toneladas en 2009-2010).

Las pérdidas se producen a lo largo de la cadena. En el momento de la cosecha, en el almacenamiento intermedio hasta el momento del consumo. Lo que nos toca más de cerca como consumidores son las fechas de caducidad, absolutamente abusivas que deberían permitir en unos márgenes estudiados hacer llegar estos productos perfectamente saludables pero fuera de plazo a los colectivos con más problemas de compra. O la educación familiar –ahora que se insiste tanto en los envases– sobre la gestión de los alimentos, la creatividad culinaria tanto propia de las tradiciones de épocas de restricciones.

De dónde han salido platos que ahora cotizan en las cocinas profesionales: calçots, picados, cocas de recapte, o incluso arroces, fórmulas de reciclaje de sobrantes o desechos. Ahora mismo con tanta miseria, los bancos de alimentos están haciendo una función social. Pero quizás deberíamos dar un paso más y pedir algún tipo de prestación social a quienes acceden a estos alimentos. Como emergencia es correcta, pero instaurar la sopa boba para siempre no es bueno como terapia social.

Finalmente, tercera noticia. Vi como el Consejo del Baix Llobregat organizaba un curso para hortelanos para poner en valor las tierras del Delta. En momentos con un paro pavoroso que una parte de la gente se anime a cultivar un huerto sea en el campo, periurbano o urbano es muy interesante. Algunos de ellos, los más avispados pueden incluso convertirse en futuros proveedores de aquellos centros públicos que apostaran por el producto de proximidad y orgánico.

A otros, quizás, les serviría simplemente de huerto de subsistencia para evitar ir a la sopa boba y terapia positiva para salir de las depresiones que derrumban muchas veces a las personas desempleadas. Estaría bien que todos los páramos urbanos y periurbanos que disfrutaran de las condiciones de abastecimiento de agua adecuada se pusieran a producir. Aunque fuera para emular al Abuelo, con la caseta desahuciada o hipotecada y el huerto.