Con una crueldad quizás innecesaria, el país de las maravillas que habíamos construido al menos en nuestro cerebro está cayendo no sé si como un castillo de naipes pero sí con un cierto estrépito: Esade, la prestigiosa escuela de negocios que presentara como su fortaleza más notable su destacada posición en los rankings internacionales y a la vez el contenido humanista de su formación académica parece prisionera del asunto Urdangarín; el Liceo, orgullosa muestra del carácter de nuestra “sociedad civil”, al borde de un ERE y aparentemente en trance de ser abandonado por su patrocinadores privados en favor de otras ofertas; la sanidad pública catalana, otrora modelo a copiar por otras comunidades autónomas e incluso de fuera de España y hoy motivo de investigación desde la Oficina Antifraude por presuntas incompatibilidades de sus principales cargos y supuesto trato de favor a consejeros de consorcios públicos, sin contar con el desánimo generalizado que reina entre su plantilla; los mossos d’esquadra, santo y seña del autogobierno catalán y una de las policías mejor pagadas del Estado, durmiendo en su propia comisaría en protesta contra los recortes anunciados por Mas; grandes empresas de señeros nombres en graves dificultades…
Puestos a no amargarnos más la existencia, podríamos decidir que ese escenario no es más que una maldición pasajera; que hay otros aún peor, como la Comunidad Valenciana, y que al fin y al cabo aquí aún no hemos subvencionado a un chófer de la Dirección General de Empleo para gastos personales dudosos como en Andalucía, aunque convendría no olvidar que en nuestra historia reciente hemos tenido los casos Turismo y Treball por presunta financiación irregular de Unió Democràtica y que aún colea (¿hasta cuando?) el tema Millet, autor de uno de los expolios más escandalosos que se han conocido recientemente. Podríamos, efectivamente, mirarnos el ombligo una vez más y adoptar ese cofoisme, que tan reconfortante nos ha sido a menudo, y… qui dia passa, any empeny. Incluso podríamos sacar esa lista de sospechosos habituales que cada uno tiene y repartir responsabilidades a diestro y siniestro, empezando por la clase política, así en general, que son de goma y les va en el sueldo aguantarlo todo, y que además, qué narices, se lo merecen.
Pero si somos honestos y hasta un poco inteligentes, quizás deberíamos empezar por ponernos un rato largo delante del espejo y preocuparnos primero por aquellas cosas que seguramente, más allá de las supuestas zancadillas que otros nos pongan, nos están lastrando como país. Por ejemplo, el comportamiento esquizofrénico de algunos de nuestros dirigentes que les lleva a apoyar en las Cortes españolas un severo plan de austeridad e inmediatamente ir corriendo a explicar en cuantos foros les sea posible que más que un acuerdo era “un depósito a plazo”, cuando lo que se necesita en estos momentos es sobretodo inversiones con un horizonte lejano. O ese otro que les lleva por una parte a pactar sus presupuestos autonómicos, en la Generalitat o en el ayuntamiento de Barcelona, con el PP para acto seguido hacer un guiño al independentismo haciendo aprobar en la cámara autonómica una ley de consultas.
Esa manera de actuar ha podido, claro, dar unos réditos políticos importantes a algunas fuerzas políticas –claramente a CiU, pero también a veces al PSC que ha coqueteado con planteamientos nacionalistas radicales sin querer renunciar a ninguno de los privilegios que le suponía estar integrado al cien por cien en el PSOE–, pero tengo serias dudas de que sea la conducta que una ciudadanía cada vez más escéptica respecto a sus dirigentes políticos desea hoy en día de sus líderes. Me temo, sin embargo, que pocos cambios podemos esperar.
Mariano Rajoy, que accedió a la presidencia del Gobierno español aupado en una más que confortable mayoría parlamentaria, ha tardado bien poco en empezar a provocar decepciones hasta en sus más declarados seguidores. Primero, con la subida de impuestos que contradecía todas sus posiciones políticas anteriores, aunque para mí el error no estaba tanto en la subida como en lo que había proclamado mientras estaba en la oposición. Pero sobre todo con esa actitud tan escapista ante medios, resto de fuerzas políticas y, en general, opinión pública. Que un líder que acaba de ganar de forma apabullante unas elecciones generales, que gobierna en una mayoría de comunidades autónomas y en buena parte de los más importantes ayuntamientos españoles, con la difícil situación que estamos atravesando y ante un cambio tan brusco en sus planteamientos se limite a una entrevista posibilidad de réplica en la agencia pública EFE es, cuando menos, lamentable y demuestra una falta de carisma alarmante.
Este país de las maravillas, a veces un mundo de absurdos y paradojas pretendidamente lógicas, como el del cuento de las aventuras de Alicia, no resolverá tan fácilmente sus problemas, como ocurre en el libro de Lewis Carroll, apenas se despierte de la pesadilla. O encontramos dirigentes que sepan, a la vez que adoptan medidas dolorosas, poner en marcha estrategias que dibujen un futuro más atractivo o tenemos travesía del desierto para años, y a estas alturas no es fácil saber si saldremos bien de la excursión.