El olor a napalm pre-brexit

Al teniente coronel Killgore le encantaba el olor a napalm al amanecer en la película Apocalypse Now, de Coppola. Ese pestazo a gasolina era, según explicaba, olor a victoria, a tierra quemada donde ya no queda ni un enemigo. Yo tengo una sensación parecida cada vez que hablo del «brexit» y el futuro de Europa, de nuestro futuro. Me recorre la espalda el mismo escalofrío que cuando vi por primera vez esta escena que le valió un Oscar de la Academia a Robert Duvall. Afortunadamente aún no contamos bajas.

Theresa May, la primera ministra del Reino Unido, va a Bruselas a reunirse con sus veintisiete compañeros del Consejo de Europa en medio de un clima crispado. Por ejemplo, el Ministro de Asuntos Europeos irlandés, Dara Murphy, reclama mantener reuniones sin la presencia del Reino Unido. Un poco feo, sinceramente. No ayuda nada y sí pretende destacar lo que nos separa y dejar claro que ya no son «uno de los nuestros». Y eso que no ha empezado aún el proceso de separación.

De hecho, la propia May ha declarado que es posible que no se cumplan los plazos previstos para que se produzca la ruptura definitiva en el 2018. Además de los tiempos, tampoco están claras las intenciones británicas. La máxima representante se ve desdoblada entre los intereses de fuera y dentro de casa. Parapetada con tres ministros pro «brexit» a su lado, el mensaje que transmite a sus compatriotas es la defensa del control de las fronteras, la prioridad laboral nacionalista y la actitud inflexible frente a una Unión Europea que no es, en absoluto, aquello que se firmó en un comienzo.

Las armas de unos y otros, a grandes rasgos, están claras: los fondos europeos para la investigación universitaria de nuestro lado y la subida del coste de los servicios financieros, del suyo. La famosa «city» va a ver perjudicado su status y sus costes, y por supuesto, quienes van a soportar los mayores costes de transacción somos los consumidores de esos servicios, que a fin de cuentas, de manera directa o indirecta, somos todos.

Mientras interpreta a una cariátide de mármol de puertas para dentro, de puertas para fuera Theresa May es interrogada por Tusk, presidente del Consejo Europeo, respecto a cómo de dura será la salida. Tampoco el bloque europeo es homogéneo, los más agrios, con Hollande a la cabeza, quieren que se adelante el proceso y que si se tienen que ir que sea ya, y que cierren bien la puerta desde fuera.

El enfrentamiento en el cuadrilátero europeo entre Gran Bretaña y Francia se remonta a la época de Margaret Thatcher y Jacques Delors. Pero han pasado muchas cosas desde entonces, en Europa seguimos en una situación económica frágil, y la crisis del 2008 ha puesto de manifiesto la mayor intensidad de la internacionalización y rapidez de los cambios de tendencia. Así las cosas, no sé si han calculado los costes para el ciudadano medio europeo de revestirse de esa dignidad europea repentina.

Por otro lado, como decía Martin Wolf en el Financial Times, los mercados han actuado como les corresponde y la libra ha caído. Por supuesto que los activos británicos valen menos. Lo que no está claro es qué parte de esta percepción del mercado responde a la incertidumbre y qué parte corresponde a la desconfianza hacia el futuro británico en sí mismo. Tiene razón Wolf cuando afirma que la soberanía nacional tiene un precio. Y añado, que no es un precio conocido ni fijo, va a depender de la sed de sangre de unos y otros.

Por la parte británica, Theresa May se encuentra con que es posible aunque poco probable que el referéndum no sea aprobado en el Parlamento. Ese Parlamente en el que respalda su reclamación de soberanía frente al control supranacional europeo. Por la parte continental, si se cumple lo previsto, se inician las negociaciones y se llega a un acuerdo, éste ha de ser aprobado por una mayoría cualificada de los estados miembros. Veremos.

Pero lo que sí ha quedado tocada es la visión idílica de una Europa en la que todos estamos encantados de habernos conocido. No. Ahora somos un grupo de países que utilizan para ganar votos el dinero de otro grupo de países que se comportan fiscalmente mejor.

Mientras los territorios con pretensiones independentistas ven una vía abierta y fondos europeos al final del túnel, los países más serios miran de reojo a Gran Bretaña con cierta envidia, esperando a ver qué pasa en los próximos cinco o diez años para unirse al clan de los disidentes.

Me encantaría pensar que Gran Bretaña es el John Galt de la Unión Europea, pero si bien es cierto que hay muchos británicos que apoyaron el «brexit» como un rechazo a este modelo de Europa frente a una unión más libre, lo cierto es que se ha convertido en un caldo de cultivo para el proteccionismo nacionalista y el racismo.

Y eso tiene un precio muy alto y conocido. La historia habla por sí sola.