El ocaso de la institucionalidad
Una característica común de las guerras culturales que vivimos en España es el ataque cada vez más indisimulado contra la institucionalidad. El debilitamiento del modelo demoliberal ha resultado en una inédita fragilidad de la arquitectura institucional.
“Lo que más repele a quienes creemos en la sujeción a las reglas no son tanto las ideas (sean acabar con la Monarquía o la aspiración de formar un nuevo país) como la manera de imponerlas”.
Carlos Lareau es analista en Inversión y Economía Digital. Es especialista en prevención y gestión de riesgos políticos y corporativos.
‘Guerra cultural’ es uno de esos términos polisémicos que, a fuerza de asumir tantos significados, acaba devaluado. El sociólogo norteamericano James D. Hunter fue quien acuñó su acepción moderna en el libro ‘Guerras Culturales: la pugna por definir a América’ (Basic Books, Nueva York, 1991). El primer acierto de la obra consiste en nombrar el fenómeno en plural: “guerras”. Y es que el conflicto entre diferentes sistemas de valores no se manifiesta en un solo plano –en la religiosidad, en el arte o en la moral pública, por ejemplo– sino en diferentes órdenes. El efecto mas relevante de esas ‘guerras’ no es la primacía de unos valores sobre otros sino cómo se aplican en la gobernanza de la sociedad. Es decir, en la política.
Una característica común de las guerras culturales que vivimos en España es el ataque cada vez más indisimulado contra la institucionalidad. El debilitamiento del modelo demoliberal ha resultado en una inédita fragilidad de la arquitectura institucional que nos dimos en 1978. Cualquier día de la semana, los titulares periodísticos evidencian hasta qué punto avanza la degradación de los poderes tradicionales: tenemos un ejecutivo bipolar, un parlamento transformado en plató de telerrealidad y un judicial politizado y poco funcional.
Hasta la forma y estructura mismas del Estado están en entredicho por los que anhelan una nueva república, por los que se conforman con que esa república sea solo catalana y por los nostálgicos de la España unitaria en la que todo estaba “atado y bien atado”. Olas provenientes de todos los cuadrantes de la rosa de los vientos contribuyen a la erosión del ‘régimen del 78’.
Lo que más repele a quienes creemos en la sujeción a las reglas no son tanto las ideas (sean acabar con la Monarquía o la aspiración de formar un nuevo país) como la manera de imponerlas. En otras palabras, los cauces para sortear las instituciones electivas de la democracia representativa por medio entidades alternativas.
El procés independentista no arrancó con la gran manifestación barcelonesa del 11 de septiembre de 2012 sino con las consultas populares en diferentes municipios catalanes de 2009 y 2010. Allí se dio carta de naturaleza al principio rector del independentismo que llevó al traumático referéndum del 1 de octubre de 2017: circunvalar el proceso democrático –o condicionarlo— mediante un asamblearismo cuidadosamente dirigido que se arroga la representación de la totalidad del Poble de Catalunya.
Ómnium Cultural y la Asamblea Nacional de Cataluña (ANC) son los paradigmas del nacional populismo independentista. Ambas entidades acotan la ortodoxia soberanista para asegurar que no se abandone la vía unilateral hacia la independencia. La ANC, por ejemplo, ya ha anunciado que su labor con motivo de las próximas elecciones catalanas será fiscalizar a los partidos para dar marchamo de unilateralidad a sus programas, para vetar cualquier coalición postelectoral con partidos no independentistas y para vigilar tanto al ‘Govern’ como al ‘Parlament’ durante toda la legislatura.
Las vías alternativas a la institucionalidad democrática ni son nuevas ni se han inventado en Cataluña. Las Gestoras Pro-Amnistía vascas actuaron desde el inicio de la Transición como instrumento ‘político’ de ETA. Tras su ilegalización en 2001, otras organizaciones del llamado Movimiento Nacional de Liberación Vasco (al que José María Aznar dio famosamente una pátina de legitimidad cuando en 1998 reconoció “contactos con el MLNV”) se ocuparon de vigilar la ortodoxia abertzale.
Solo el final del terrorismo liberó a la política vasca de la nube que lo atenazaba; una amenaza que ETA materializó en decenas de asesinatos de representantes electos del PSE-PSOE y del PP: Enrique Casas, Gregorio Ordóñez, Fernando Múgica, Miguel Ángel Blanco…
Las redes sociales y la multiplicación de los medios online han facilitado la eclosión de la política alternativa. Hasta el punto de subvertir el funcionamiento tradicional de los partidos o transformarlos en meros instrumentos de ‘guerra cultural’. La ideología, los programas y la democracia interna quedan relegados frente a la narrativa alimentada por las cúpulas a golpe de tuit y de ‘totales’ de televisión.
Es el triunfo del argumentario sobre el ideario; de la adhesión sobre el debate y de la emoción sobre los hechos. En los últimos años, PSOE, PP, Podemos y Ciudadanos han experimentado una transformación caracterizada por la anulación de la contestación interna y la conformación de sendos hiperliderazgos necesarios para fijar los “marcos” y dar voz al dichoso “relato”.
En la dirección actual del PSOE no queda rastro del susanismo, que obtuvo el 39.9% de los votos en el congreso que encumbró a Pedro Sánchez en su “segunda venida”. El desacomplejado PP de Pablo Casado tampoco refleja el 42% de los compromisarios que votaron a Soraya Sáenz de Santamaría, cuya derrota puso fin al marianismo sin Mariano Rajoy.
Pablo Iglesias, por su lado, ha ido purgando a Unidas Podemos a la manera estalinista (Iñigo Errejón, Ramón Espinar, Carolina Bescansa…) hasta quedar rodeado de una clique encabezada por su pareja, Irene Montero.
Y, pese a los esfuerzos de Inés Arrimadas, Ciudadanos se encamina hacia la liquidación tras la auto-inmolación de Albert Rivera, que, como Ícaro, quiso volar más alto de lo que le daban las alas. Mención a parte merece Vox, que ni siquiera se molesta en guardar apariencias de institucionalidad. Le basta la retórica para captar a los descontentos.
Todos invocan la palabra libertad, convertida –a menudo de manera obscena— en otro de esos vocablos polisémicos como el de “guerra cultural”.