El oasis catalán y la madre que parió a la prima

Suenan campanas a muerto en los mercados financieros. Miles de buitres carroñeros sobrevuelan, planeando sobre la deuda española, italiana, griega… Decía Miguel de Cervantes que más vale el buen nombre que las muchas riquezas y, sin duda, ese aforismo se cumple hoy a la perfección.

El Gobierno español, el país, su economía ha perdido el buen nombre. O, mejor todavía, se lo han hurtado unos mercados anglosajones que nunca vieron con buen ojo que la banca española colonizara la City de Londres. Estos lodos también son herederos de aquellos titulares de la prensa británica y estadounidense que se refería a las multinacionales españolas como los nuevos conquistadores cuando extendieron sus intereses a América del centro y del sur.

Hay muchas maneras de perder el buen nombre y ninguna buena. Zapatero y su declinar es un ejemplo que por archisabido no vale la pena ni referir. Pero ni es el único ni es el peor.

La Administración catalana, por ejemplo, lo pierde no sabiendo explicar la filosofía del recorte frenético emprendido para salvar las cuentas públicas y hacer frente al gasto corriente. Como los ayuntamientos catalanes de Sitges o Moià, donde alguien debería dar explicaciones algo más convincentes sobre por qué extraña razón están en quiebra técnica. O el departamento de Empresa i Ocupació, que no sólo está inactivo en lo fundamental (estimular la empresa y el empleo), sino que además admite sin ruborizarse que utiliza el poco dinero que llega de las cuotas de trabajadores y empresarios para formación a pagar gasto corriente. Dinero finalista dedicado a pagar folios, coches oficiales y salarios de asesores, posiblemente.

Cuando el silencio cómplice de todos los implicados (Administración, sindicatos y patronales) se convierte en moneda de cambio está todo perdido. Es el oasis catalán, esa forma de hacer política en la que ningún bombero pisa la manguera del vecino. Y así nos va: acabamos justificándolo como una compleja práctica contable, pero con la boca pequeña, que así es más fácil bordear la ilegalidad.

Vemos afuera, casi siempre en Madrid, donde hay mucho que apreciar, pero seguimos sin mirar adentro. Nuestro ombligo diferencial nos lo impide. Véase sino la resolución del llamado ‘Caso Hacienda’, una de las mayores tramas de corrupción tributaria que se conoce. Después de un tiempo inmoral de proceso ha habido sentencia. Desde que se celebró el juicio ha pasado un año y casi nadie se acuerda de que esos delincuentes, tal y como los ha calificado la Audiencia Provincial en su fallo, eran señores de Barcelona. Algunos, unos verdaderos próceres, influyentes corbatas de restaurantes y cenáculos de la capital postolímpica.

Así nadie recuerda ya que los inspectores fiscales condenados, con Josep Maria Huguet al frente, eran los encargados de evitar el fraude de las grandes empresas. Que allí Josep Lluís Núñez y su hijo habían plantado un difícil sistema de elusión tributaria que consistía en evitar las inspecciones o, cuando se producían, lograr su rápida difuminación. Pero no eran los únicos, también estaba el inefable Eduardo Bueno, otro alto dirigente del PP; o Juan Antonio Sánchez Carreté, el asesor fiscal que se encargó en más de una ocasión de cumplir con las obligaciones fiscales de la familia Pujol y Soley. El abogadísimo Folchi… Y así, hasta el infinito.

La sentencia les hace perder el buen nombre, pero la justicia llega tarde. Han perdido el prestigio pero han puesto a salvaguarda una buena parte de sus riquezas y, para más inri, han vivido una vida despejada de inquietudes penales. Tanto da que finalmente se les tache de delincuentes. La peor pena, la del Telediario, ya la han superado y ahora no tiene mayor trascendencia que acudir cada 15 días a un juzgado, con la muda de los tribunales, a enseñar su carnet de identidad.

La tibieza de nuestra sociedad, que se tapa las vergüenzas, permite que muchos comportamientos reprochables acaben en manos de abogados de postín, auténticos maestros de la dilación procesal y del compadreo judicial. Es una lástima, porque por más que ahora los mercados amenacen nuestro sistema económico llevando la prima de riesgo de la deuda española a cotas inéditas, el principal y mayor problema de nuestra sociedad es otro. Es la prima de riesgo de nuestra democracia, cada vez en cotas más bajas, con menor reputación y en ocasiones habiendo perdido casi definitivamente el buen nombre.

Pero como la mayoría de ustedes están descansando o con enormes ganas de hacerlo, no entraremos en mayores: ¡Viva la prima de riesgo y la madre que la parió! Buen agosto.