El noveno de los diez negritos

No se puede dudar de la depredación política de Pedro Sánchez: cada vez que hay una nueva escena aparece un cadáver

Agatha Christie en Diez negritos relató magistralmente una serie de asesinatos cometidos dentro de una casa en una noche. Pedro Sánchez es su mejor alumno, solo que en su caso comete autospoiler porque desde el principio de este thriller político todos sabemos que el asesino –políticamente hablando– es el propio líder socialista y que esta novela aún no tiene final.

Sánchez es un gran guionista capaz de giros inesperados. Cuando fue apeado del liderazgo del PSOE y se subió a su coche para dar la vuelta a España ni en su partido nadie daba un duro por él, pero ahí está: es el único presidente investido en una moción de censura y el único al que el Congreso ha rechazado cuatro veces como candidato a la investidura.

Los españoles debemos celebrar que no se ha haya formado gobierno. A la opción de un gobierno configurado por Podemos y los socialistas y que tenía como Loctite a los postetarras de Bildu y a sus socios electorales en Cataluña, ERC, es mucho mejor la interinidad que la certeza de la catástrofe.

De Sánchez se podrá decir casi de todo, en especial que sus principios son líquidos y cambiantes, y eso genera siempre incertidumbre. Hay un Sánchez bueno; el que dice que pone a España por delante del poder y le da un portazo a Pablo Iglesias, a Gabriel Rufián, a Joan Baldoví y a lo que Albert Rivera denomina «la banda».

Y hay otro Sánchez malo; el que va a Pedralbes, el que le dice a Bildú que tienen legitimidad, el que se mueve en la oscuridad de las cuevas y recovecos del Pirineo navarro. Esta semana se impuso el bueno, nunca sabremos si por interés, porque no tuvo más remedio o por todo un poco.

Pero de lo que no se puede dudar de Sánchez es de su capacidad de depredación política. Como en la novela de Christie, cada vez que hay una nueva escena aparece un cadáver. Primero fue Susana Díaz y con ella todos los que le apoyaron en la gestora del PSOE.

La idea de que “Sánchez ganó y no le dejan gobernar” se ha instalado en la sociedad

Luego vino Mariano Rajoy; ahí la autoproclamada “magistral gestión de los tiempos” se enfrentó y dobló la rodilla frente al atrevimiento temerario y la suerte del aspirante a presidente.

Después vino Rivera, sometido a un pressing externo e interno, al borde del infarto, para apoyar la investidura en nombre del bien del Estado. Finalmente Iglesias, que llegó a proponer gobernar mediante validos como Irene MonteroGerardo Pisarello y ni por estas.

Pablo Casado merece un apunte a parte. El líder del PP le ha tomado la medida a Sánchez, es consciente del alma killer del líder socialista y desde mayo se ha salido de la escena para no ser uno de los protagonistas en forma de cadáver.

Sánchez llega al tramo final vivo, pero ese final no tiene escrito que él sea el vencedor.

Cuando sus Diez negritos escriban el último párrafo puede ser él quien aparezca flotando en el Manzanares. Sánchez deja a sus enemigos KO pero a la vez tiene cada vez menos margen de pacto; todo el mundo le teme. Alguien dijo: “Un loco es el que desvaría, yo siempre hablo de lo mismo”. Pues Sanchez no está loco, sino que sabe lo que busca: poder.

Sus opciones se reducen a tres: continuar con la saga y vencer, que Rivera sea Anastasia y muera dos veces, regalándole la investidura. La rendición sin más de Iglesias fruto de la desestabilización interna de su conglomerado. O la tercera, donde él está más cómodo pero no se atreve a verbalizar, que es la nueva convocatoria electoral. Las dos primeras opciones tienen un 25% de posibilidades; la última, un 50%.

Como en el juego de los palillos chinos, si hay nuevas elecciones, Sánchez se ve pillando de Ciudadanos y de Podemos y aupándose más allá de los 150 escaños. La idea de que “Sánchez ganó y no le dejan gobernar” se ha instalado en la sociedad, que no está obligada a saber ni de leyes electorales ni de reglamentos, y eso juega a su favor.