El miedo en tiempos de virus
El miedo a la peste (o al coronavirus) es el resorte que nos despierta frente a la amenaza y marca pautas de comportamiento para sobrevivir
En 1978, el historiador francés Jean Delumeau publicó un brillante ensayo titulado El miedo en Occidente. Siglos XIV-XVIII. Una ciudad sitiada. ¿De qué miedos habla nuestro autor? De los que manifiesta el ser humano ante los aparecidos, la noche, las pesadillas, los lobos, el hambre, el terror, la subversión, el Dios vengador, la presencia de Satán, las idolatrías o la brujería. Y, también, del miedo a la peste.
La irrupción del coronavirus en Europa invita a releer el libro y sacar alguna conclusión. De nuevo, el miedo. Con los mismos o parecidos patrones de comportamiento colectivo. Si hace casi siete siglos dominaba el miedo a la peste –también, al tifus, la viruela, la gripe pulmonar, la disentería o el cólera–, ahora domina el miedo al coronavirus.
¿Por qué la Edad Media y la peste como espejo? Porque, “si toda época pasada vive en el presente, la Edad Media es fundamental para comprender la sociedad actual” (Jacques Le Goff, En busca de la Edad Media, 2003).
Porque, después de la peste, Europa y España supieron recuperar lo perdido y avanzar (Bartolomé Yun Casalilla, El siglo de la hegemonía castellana, en F. Comín, M. Hernández y E. Llopis, Historia Economica de España, 2010). Sombras, pero también luces. Ayer y hoy.
Ayer como hoy, hay quien atribuye el origen del mal a ciertos factores de dudosa credibilidad. Si nuestros antepasados mencionaban las conjunciones astrales como origen de la peste, hoy no falta quien asegura que el coronavirus se escapó de algún laboratorio de investigación biológica con intereses probablemente inconfesables.
Ayer como hoy, surge la figura del charlatán que propone la curación con tratamientos alternativos. Si nuestros antepasados apostaban por amuletos, talismanes y filtros milagrosos; algunos de nuestros contemporáneos apuestan –basándose, por ejemplo, en el poder curativo de ciertos metales– por una “solución de plata” que puede “matar el virus en 12 horas”. Sí: ayer como hoy, hay plegarias contra la enfermedad.
Ante el peligro, todos los animales superiores reaccionan manifestando ansiedad o miedo
Ayer como hoy, el prójimo se asocia al peligro, sobre todo si, como se decía en la Edad Media, “la flecha de la peste” –hoy, el coronavirus– le ha alcanzado a él o a los miembros de su comunidad. Hay que buscar un chivo expiatorio a quien señalar. Y se encuentra.
Ayer como hoy, la infección, de repente, paraliza la ciudad, vacía las calles y detiene las actividades y costumbres de sus habitantes. La ciudadanía, confinada. A la manera del Augsburgo que Montaigne describió en 1580, existen ciudades que, al sentirse sitiadas por el mal, levantan “falsas puertas” de hierro –hoy, cierre de fronteras– para dificultar que el peligro penetre en el interior.
Ayer como hoy, la virulencia de la epidemia desalienta a la gente hasta el extremo que surgen opiniones desmoralizadoras –desesperación, fatalismo, abatimiento– sobre el curso de la infección y su tratamiento más adecuado.
Ayer como hoy, la peste –el coronavirus– se expande entre los núcleos de población mejor conectados, como señala un estudio José María Gómez y Miguel Verdú (CSIC), que elaboran un modelo matemático –que quizá hoy podría ser útil– de la frecuencia con la que la enfermedad llega a las ciudades en la Edad Media (Scientific Reports, Network theory may explain the vulnerability of medieval human settlements to the Black Death pandemic, 6/3/2017).
Pero, ayer como hoy se acabó/acabará imponiendo la ciencia y el virus será derrotado. Una táctica y estrategia militares –esa fue la fuente de inspiración de algunos tratadistas medievales: no se puede pensar sin metáforas o analogías, como indicó el maestro Aristóteles– que no ceja en el empeño de reconocer, detener y eliminar la causa del mal y el propio mal. Sea la peste o el coronavirus.
Ahí está la ciencia: descripción y prescripción. Recolección de datos, formulación de hipótesis, metodología que guíe la observación y la experimentación, teorías explicativas siempre susceptibles de ser refutadas, y terapia médica idónea.
“Habían olvidado el miedo; pero, ¿por cuánto tiempo?”
El miedo en Occidente, sí. Bienvenido sea. No cabe despreciar un miedo que, si es cierto que puede inmovilizar nuestro entendimiento y nuestras facultades para enfrentarnos al mal, no es menos cierto que nos avisa y sensibiliza –un mecanismo aportado por la selección natural de las especies– ante el peligro.
Ante el peligro, todos los animales superiores reaccionan manifestando ansiedad o miedo. Ayer como hoy, el miedo a la peste o al coronavirus es el resorte que nos despierta –que avisa al Yo para que actúe, por decirlo a la manera de Sigmund Freud– frente a la amenaza y marca –a veces para bien y a veces para mal– pautas de comportamiento. Para sobrevivir.
Superada la crisis, ¿qué? Volver a las andadas, como si nada hubiera pasado.
Jean Delumeau pone a nuestra disposición un texto de Jean de Venette –cronista francés del XIV– que dice lo siguiente: “¡Ay! De este renuevo del mundo, el mundo no ha salido mejorado. Los hombres fueron luego más codiciosos y avaros todavía, porque deseaban poseer más que antes; habiéndose vuelto más codiciosos, perdían la tranquilidad, en las disputas, las intrigas, las querellas y los procesos”.
Jean Delumeau concluye: “Habían olvidado el miedo; pero, ¿por cuánto tiempo?”.