EL MESÍAS VENDRÁ, PERO PODRÍA RETRASARSE

La historia del catalanismo descarriló en un chafl án del Eixample de Barcelona una tarde de julio de 2010. El tren catalanista cambió de vía a toda velocidad iniciando un vertiginoso trayecto con un destino insospechado: otra esquina, a 1.300 kilómetros de distancia, situada en Waterloo. No existe semejanza alguna entre ambos espacios, excepto una: ambos cumplen la función de refugio.

El chaflán del Eixample sigue siendo lo que era: es la sede del departamento de Justicia de la Generalitat. La esquina de Waterloo, no tanto. Es una residencia privada, pero su inquilino dice que es “la casa de la república”. El mismo inquilino dice ser el presidente de un consejo para la república. El inquilino es, en realidad, un huido de la justicia española y también es el creador de un nuevo género político: la ficción institucional.

La mencionada esquina del Eixample, entre las calles Casp y Pau Claris, se convirtió en el cobijo improvisado de José Montilla, acosado por decenas de manifestantes independentistas al grito de “traidor” (lo más suave que escuchó). Paradójicamente, había sido Montilla quien convocó aquella manifestación en julio de 2010 contra el Tribunal Constitucional (TC) por haber fallado contra el Estatut. (Catorce artículos anulados, en concreto).

Montilla, confinado en la sede del departamento de Justicia, era entonces el presidente de la Generalitat y, pese al cargo, había instigado la mayor pro-testa vista en Cataluña contra el sistema institucional español. A pocos metros, su antecesor en el puesto, Pasqual Maragall, atendía a los medios tras la manifestación. Maragall pronunció una frase que, extrañamente, pasó inadvertida para la pléyade de analistas del “procés“: “Las instituciones en la calle son los ciudadanos”. (Sólo por esas palabras, Maragall merecería un lugar en los manuales de populismo junto a Ernesto Laclau).

De un plumazo, uno y otro, habían propulsado un insólito viraje del catalanismo. Habían roto con treinta años de naturaleza anfibia del pujolismo. Aquello de pactar en las instituciones durante la semana y de dejar las deslealtades para los mítines de fin de semana pasaba a mejor vida.

Es probable, casi seguro, que los dirigentes del PSC no quisieran crear escuela. Pero lo cierto es que sus continuadores en la Generalitat, Artur Mas y Carles Puigdemont, superaron en poco tiempo a los presidentes socialistas con un ataque despiadado a las instituciones. Contra las de ámbito nacional y —subráyese— contra las propias del autogobierno catalán.

Lo que había comenzado como una manifestación contra el Tribunal Constitucional se convirtió, al cabo del tiempo, en una embestida contra todo el edificio institucional. La lista de organismos sometidos a la furia independentista es prácticamente interminable y refleja un rasgo esencial de un movimiento que se presenta ante la opinión pública como hiperdemocrático cuando, en realidad, destaca por su empeño en violar las garantías de una democracia pluralista y liberal.

Sus víctimas iniciales, claro, fueron las instituciones españolas. Todas: los tribunales de justicia, la fiscalía, las fuer-zas y cuerpos de seguridad, los medios de comunicación públicos, los partidos políticos, las Cortes Generales, el Gobierno y la Corona. Todas quedaron bajo la etiqueta soberanista de “baja calidad democrática”. No importó que, en paralelo, reputados índices (The Economist, Freedom House) acreditaran la buena salud del sistema español. Ningún soberanista mostró el menor sonrojo.

El nacionalismo catalán mutó en un tiempo récord y lo hizo siguiendo el hilo de Montilla y Maragall: atacar las instituciones y entregarse al populismo

Prácticamente todo valía para justificar el feroz ataque institucional del independentismo a lomos del “pueblo”. El proceso de autodeterminación de Cataluña, insistían sus responsables políticos, se abría paso “de abajo hacia arriba”, apoyado en la Asamblea Nacional Catalana (ANC), cuya génesis se atribuyó a un fenómeno casi espontáneo.

Han tenido que pasar varios años para que alguien representativo del universo soberanista reconociera el embuste de esa presunta espontaneidad de la ANC. Lo hizo Josep Martí, antiguo secreta-rio de comunicación de la Generalitat con Mas, en Cómo ganamos el proceso y perdimos la república ED Libros:

“Los partidos habían ayudado a engrandecer el papel de las entidades. A partir de un momento determinado éstas se sintieron lo suficientemente fuertes no solo como para marcar el paso, sino también para sembrar dudas sobre la sinceridad soberanista de quien osase poner en riesgo la sacrosanta unidad independentista. Los partidos pasa-ron a estar vigilados por un tercero

que debía acreditar permanentemente tu grado de fidelidad a la causa».

Martí sintetizó así dos claves del “procés”: cómo la ANC devino en todo poderoso guardián y cómo se pervirtieron las instituciones catalanas. La Asamblea, dirigida primero por Carme Forcadell y luego por Jordi Sànchez, comenzó siendo el brazo civil del soberanismo y acabó con silla en el Palau de la Generalitat. Ni el Estatut ni la Constitución recogían esa previsión.

Incluso los consejeros de la Generalitat quedaron al margen de las decisiones que Puigdemont tomaba con personalidades extra gubernamentales. “Una parte del Govern no está en el núcleo duro de las decisiones y esto genera lo que genera. A mí, y a otros, ¿se nos consulta la estrategia que tendremos que hacer?”, manifestó con crudeza Jordi Baiget, uno de los consejeros posteriormente cesados por Puigdemont.

El asalto a la democracia en nombre de la democracia estaba servido. Puigdemont degradó la propia presidencia de la Generalitat al sentar en la sala de mapas a los dirigentes de la ANC y a otros hombres de su confianza, todos ajenos a cualquier legitimidad electoral. La degradación continuó en el Parlament de Cataluña, donde normas e instituciones intermedias como el reglamento de la Cámara y los servicios jurídicos fueron avasalladas para alumbrar (durante ocho segundos) la independencia de Cataluña.

El golpe, según la definición del jurista austríaco Hans Kelsen, se había hecho realidad. “Un golpe se produce cuando un orden es anulado y sustituido de forma ilegítima, es decir, de una manera no prescrita por el primer orden”. Miles de independentistas se amontonaron en las proximidades del Parlament para celebrar el atentado estatutario y constitucional. Es difícil, muy difícil, discutir que el soberanismo catalán es el experimento populista más exitoso de la España constitucional.

Por la apelación a la democracia directa, por la demonización de las normas venidas de otro lugar y por la importancia del elemento identitario, el “procés” guarda similitudes con el brexit. Pero, sobre todo, guarda diferencias. Primera: no se puede comparar un proceso legal con otro ile-gal. Y segunda: ningún británico suponía que la autoexpulsión del Reino Unido de la Unión Europea iba a entrar en vigor al día siguiente. En cambio, los rectores del “procés” aseguraron que la república catalana estaba a golpe de horno.

Conviene repasar, nuevamente, la sinceridad de Martí: “Se suponía que de inmediato iban a construirse las estructuras de Estado que harían posible que cuando llegara el momento, la desconexión de España no provocara ningún quebranto. Este último punto, sencillamente, era puro teatro como bien sabe cualquier persona que conozca la Generalitat”. Puro teatro. Daniel Gascón (La borrachera de la identidad) —léanlo a continuación— lo ha expresado de otra manera: “El grado con el que se ha mentido en el “procés” es desacomplejado y en cierta manera admirable”.

No había estructura de Estado alguna, ni república que celebrar. No había nada. Todo era ficción. Sólo quedaba el severo desgaste de materiales del edificio institucional que, pese a todo, resistió. Y quedaba el golpe de gracia final. Puigdemont se fugó a Bélgica sin avisar a la mitad de su gobierno con un nuevo proyecto de ficción institucional para poner en marcha. Olvidó, en su fuga, parafrasear a Maimónides: “El mesías vendrá, pero podría retrasarse”.