El mal empresario
Esta semana estoy un poco aburrido. Demasiados temas danzando, muchas lecturas en el día a día –político y económico– pero demasiado tiempo libre para reflexionar. A raíz de unas conversaciones recientes, pensaba en el concepto de empresario. Confieso: supongo que debido a mi tradición, más cercana a la izquierda que a la derecha, soy de los que no me siento cómodo cuando me llaman empresario.
Mucha gente de mi entorno siempre se sorprende porque tengo mucho tiempo libre. Quizás organice bien mi supuesta agenda (no uso ninguna) o quizás, simplemente, hace años decidí evitar las reuniones. Rehuyo casi siempre el teléfono (apenas hago una llamada al día), intento ser resolutivo y, la mayoría de temas, los despacho por correo electrónico. Trabajo con más de 200 o 300 e-mails un día normal. Siempre conectado.
Cuando corría por Emiratos Árabes Unidos me explicaron que un correo electrónico deja constancia de todo y que, por el contrario, las llamadas se las lleva el viento. Creo que me inyectaron en la sangre este precepto y, desde entonces, lo he seguido a rajatabla. Como la parte social del negocio. Apenas he visto la cara de uno o dos clientes a lo largo de los últimos años. Tampoco es de mi interés, todo se hace más fácil.
Nunca he entendido a aquella gente que organiza reuniones eternas para acabar explicando su vida, como pasa en muchas ocasiones. Si somos francos, la mitad de los temas se pueden solucionar en segundos si somos resolutivos. Curiosamente, esta poca presencia social ha hecho que mucha gente –y reitero, mucha gente– me considere un tanto ingenuo (quizás lo soy). Me he ganado este atributo porque, simplemente, explico las cosas tal y como son, sin tapujos y por escrito. Realmente, no soy un empresario ejemplar en este sentido.
La típica imagen del ejecutivo que muchos tenemos en mente se aleja mucho de mi. El tipo sentado en su oficina, atendiendo tres mil llamadas diarias, con una secretaria ajetreada y una agenda de reuniones eterna desde la hora del desayuno a la cena. Mi última reunión fue con una ONG y estuvo relacionada con un tema de solidaridad, como casi siempre ocurre.
Lo peor de no ser un empresario al uso o, directamente, ser un mal empresario, es que el dinero me importa bien poco. Llegados a este punto, y por si alguien lo duda, no tengo herencias familiares importantes. Sinceramente, pienso que el dinero es algo social, por lo tanto vivo, y no algo muerto para acumular para futuras generaciones. Podría derivar este escrito hacía algún tópico de los años 60, pero mejor me abstengo.
Ese es el escenario que intento seguir en mi rutina diaria. Muchos dicen que soy afortunado por poder cumplir con una de mis frases favoritas: “Trabajar debe hacerse siempre por placer y nunca por deber”. Esa respuesta me ha hecho pensar que la fortuna no es fruto del azar, responde al simple esfuerzo diario. Y a este punto es donde quiero llegar con mi columna de opinión.
En este país confundimos en demasiadas ocasiones que ser un empresario es un oficio heredado, no una profesión nacida del esfuerzo. Especialmente, desde la izquierda. Esa teoría en la que en una empresa solo se esfuerzan los trabajadores, es un concepto del siglo pasado. El fin era el capital y el único objetivo del empresario, acumular dinero. Este es el discurso más alejado de mi patrón. También se queda a leguas del modelo que quieren seguir las nuevas generaciones. Gente a la que no han regalado nada y que sabe que su compromiso con la sociedad depende, tristemente, de un solo error. No hace falta recordar que, en este mundo, los errores nunca se perdonan.
Pero el problema no se queda aquí, es mucho más grave. Ese servil mercantilismo impregna la política y sus decisiones. Forzamos a la gente joven a no disfrutar de su trabajo, tienen que pelear por obtener más ingresos y, por ende, a pagar más impuestos. Sin olvidar que, fruto del desastroso sistema educativo, muchos jóvenes entienden que el placer o el trabajo tiene que estar a pocos metros de su caso. Por lo que cuando tienen que salir del país para ganarse el pan, lo ven como un mal. ¡Lamentable educación! Debería ser todo lo contrario, salir fuera es una experiencia siempre positiva.
Ya me dirán qué miedo existe en ir a otro país. Los que apenas hemos tenido oportunidad de dominar otros idiomas, ante la sorpresa de muchos, estamos escandalizados cuando se habla de la emigración como una desgracia. El mundo es global y no nos tendríamos que quedar sentados esperando que el político de turno mantenga una fábrica, como ha pasado en Barcelona con Nissan. Debemos pensar en las oportunidades que hay fuera de nuestras fronteras. El espejo en el que se tienen que mirar las generaciones futuras no es el de quienes no se han esforzado nunca. Como los ministros Montoro o Báñez, entre otros. Si son ellos los ejemplos, no vamos bien. Este, es un problema social grave.
Esta realidad en Catalunya es aún mayor, como alguna vez he apuntado. La sintetizo en una frase: “Nacido de Diagonal para arriba”. Estamos en manos de gente que parte de conceptos antiguos y que, en mi caso, me tildan de empresario pero nunca entenderían porque simplifico tanto las cosas. Me convierten en un mal empresario porque nunca lo ven, nunca le piden nada y nunca llama. Un tipo bien ingenuo, dicen.
Pero estos malos empresarios, menos advenedizos con el poder, son los que acaban haciendo algo tan simple como ser felices. No se equivoquen, al final, la vida es muy simple. Unos son felices y otros no. Unos viven y otros sobreviven. Unos ganan millones, llegan a los 50 años pero se dan cuenta que su vida sólo ha sido una cadena de esclavitudes.
Como verán, soy muy ingenuo. Tanto, que me permite decir, escribir, criticar, abroncar o, simplemente, opinar sobre cualquier tema con la libertad de crear o querer crear una polémica al día. Puede parecer una diatriba extraña, pero si ser empresario es tener reuniones eternas, estar colgado del teléfono y una agenda llena de comidas y cenas, mejor me olviden. Yo no soy así. Si, por lo contrario, ser empresario es tener una vida social excelente, una disposición y exposición al sistema diario, quizás también me he equivocado de trabajo o de época. En el fondo, prefiero ser ese mal empresario que muchos tenemos dentro.