El gran ciclo festivo del solsticio de invierno
Las celebraciones navideñas provienen de una época anterior al nacimiento de Jesucristo, de la lucha contra el frío y la noche de nuestros antepasados
No es casualidad que la celebración del solsticio de verano se despache en una sola noche, la más corta del año, mientras el de invierno sostenga un ciclo de tres o cuatro días festivos acompañados de las mayores celebraciones del calendario. No existe un espíritu de San Juan más allá de lo efímero. En cambio, el espíritu navideño es de larga duración y suele ir acompañado, salvo discusiones domésticas graves, de los mejores deseos y propósitos de dicha y ventura.
Por si alguien todavía no ha caído en la cuenta, buena parte del espíritu del ciclo navideño es muy anterior al nacimiento de Jesucristo. No se sabe si por descuido del Espíritu Santo, encargado de iluminar sus pensamientos, pero el caso es que los depositarios del legado del hijo de Dios y María tardaron siglos en caer en la cuenta de que, en vez de condenar las fiestas del renacimiento de la luz, era mejor reciclarlas y adueñarse de ellas.
No se trata de un simple allanamiento y apropiación de lo pagano. Tampoco, como no pocos reivindican, de una adulteración desnaturalizadora. La divinidad y el deseo del bien ya estaban, cabe suponer que, desde la noche de los tiempos, en el núcleo de estas fiestas.
La historia de la Navidad y el Año Nuevo
Antes que sociales, incluso antes que antropológicas, la Navidad y Año Nuevo provienen de las primeras hordas de humanos o humanoides que se aventuraron hacia latitudes cada vez más alejadas del trópico en dirección al norte. (No hacia el sur porque desde el paralelo 40 a la Antártida casi todo es Océano.) Imagínense por un momento que, empujados por el hambre u otros seres más poderosos —lo que sea pero siempre con la muerte en los talones—, abandonan la cálida sabana en primavera y se instalan en territorios donde, al avanzar el otoño, los días son cada más cortos y el aire más frío.
Los cazadores-recolectores, antepasados nuestros, constataron con consternado asombro como desaparecía la fruta y la caza escaseaba cada vez más. Por si fuera poco, la nieve primero y luego el hielo cubrían el terreno. Pero eso no era lo peor. Lo peor era la amenaza de que los días siguieran acortándose hasta, cabía presagiar, las tinieblas se ampararían de la tierra. Temor cerval. Punto final a la existencia.
Sin embargo, por estas fechas, a algunos les pareció observar que la progresión hacia el fin se detenía. Incluso, con el paso de los días, la oscuridad se desvanecía antes y el sol conseguía permanecer un poco más de tiempo y remontar a una mayor altura sobre el horizonte.
Al cabo de muy pocos días, aquello era evidente incluso para los más escépticos. Había vuelta atrás. La noche había fracasado en su intento aniquilador. El sol renacía. La muerte anunciada había fracasado. La luz volvería a reinar. De ahí la inmensa alegría, de ahí el calor interior en un medio helado, de ahí el sentimiento generalizado de hermandad.
Eso es, en el fondo, lo que todavía celebramos. Lo más crudo del invierno está por llegar, pero la seguridad de que cada vez falta menos para que el peligro se aleje y vuelva el buen tiempo animaba a aquellas gentes a soportar lo que fuera. Cada día es más largo que el anterior, cada día el sol remonta un poco más.
Más que de esperanza, la Navidad es tiempo de certeza y optimismo objetivo. Nadie puede poner en duda lo evidente para todos los seres animados. Pero eso no es todo. No sabemos si muy pronto o un poco más tarde esta alegría compartida que reforzaba los lazos de aquellas tribus en las que todos eran parientes dio paso a una simbología protoregligiosa.
Si solo se tratara de religión, la Navidad sería tiempo de diáspora como lo es la Semana Santa
Las tinieblas son el mal. El sol y la luz, el bien. Dos principios en eterna lucha. Por muy poderoso y dañino que sea el mal, el bien acaba siempre por imponerse. Miles de años antes de nuestra era, las celebraciones posteriores al solsticio conllevaban generosidad y muestras públicas y mutuas de bondad. No durante un día, sino varios.
Lo que nos une en las fiestas navideñas
Lo que añadió el cristianismo fue un poderoso y reconfortante mito. Del mismo modo que la luz vuelve a nacer y el curso anual de la vida se impone al de la muerte, nace en estas fecha una luz más fuerte que va a salvar al mundo de todo mal y a la humanidad del sufrimiento…
…una luz que se encarna en una criatura inocente, nada más y nada menos que el hijo del único Dios todopoderoso que han alumbrado los cielos o imaginado las mentes humanas.
Si solo se tratara de religión, la Navidad sería tiempo de diáspora como lo es la Semana Santa. En vez de reinar la reclusión, la penitencia y las privaciones en justa correspondencia a la muerte del Salvador como mandan los cánones, para la mayoría de mortales, incluidos los creyentes, es tiempo de disfrute. El vivo al bollo. Que se apañen los de arriba.
La persistencia de la Navidad no se debe pues a los curas ni a la costumbre, los recuerdos de infancia o la ritualidad necesaria en toda colectividad humana. Lo que nos une en las fiestas de Navidad y Año Nuevo es algo mucho más fuerte y persistente. Con religión o sin ella, no hay otra época en la que reunirse con los seres queridos para expresarles los mejores deseos. Denlos pues por recibidos.