El final de la Diada
El bloque independentista en Cataluña se ha animado en los dos últimos días. La Asamblea Nacional Catalana, la ANC, trabaja a destajo. Como ocurre cada año, los que quieren participar en los distintos tramos de la manifestación independentista, el 11 de septiembre, se movilizan en el último momento. Los soberanistas, que viven a golpe de emociones, pretenden que la fiesta no decaiga, pero cada vez resulta más evidente que el independentismo deberá asumir la realidad, y que, si realmente desea un estado propio, deberá trabajar a medio y largo plazo.
Lo que ha ocurrido, en todo caso, es que estamos ante el final de la Diada Nacional de Catalunya, si entendemos que con el término «Nacional» se incluye a todos los ciudadanos. Las senyeras apenas se ven en el paisaje catalán, y la estelada se identifica con ‘lo catalán’, con los valores de un país que quiere seguir siéndolo. Pero todos esos ciudadanos que se concentrarán en las calles de Barcelona, Berga, Salt, Lleida y Tarragona forman una parte importante, pero una parte de la sociedad catalana. Sin embargo, han cooartado al resto para que se sigan identificando con la Diada.
Lo que se está produciendo en Cataluña no es una crisis de convivencia, como se ha llegado a apuntar, incluso por miembros del Gobierno del PP. Pero sí se trata de la evidencia de dos mundos distintos, con cosmovisiones diferentes. Y no se debe dividir, como ha trazado el bloque soberanista, entre independentistas y unionistas, sino entre los partidos de la independencia, y el resto de ciudadanos, que tienen diferentes ideas y defienden proyectos políticos distintos para Cataluña.
Desde las series de televisión, los programas informativos, los espacios de ocio, las aficiones de fin de semana, todo se ha identificado con mundos distintos, que viven de espaldas. El bloque soberanista no quiere asumir esa realidad. Vive con su propio juguete. Las conversaciones en vacaciones, las bromas sobre determinados personajes, las preocupaciones sobre el futuro inmediato, todo pasa por un código que conoce y domina el independentismo.
Eso ha reducido el terreno de juego en Cataluña, y agranda la distancia con el resto de España, lo que complicará las cosas a corto y medio plazo para establecer algún tipo de diálogo. Porque, ¿qué propuesta por parte del Estado, que sigue sin gobierno, podría acercar las cosas?
Los partidos independentistas lo han demostrado en el Congreso. No quieren participar en la política española, a no ser que se garantice un referéndum de autodeterminación, que presenta muchas aristas. Apelan a la democracia, y tachan a España de no ser una democracia de verdad porque niega el voto a los catalanes. Esa falsedad, o media verdad, –se parte del hecho incuestionable por parte de los independentistas de que Cataluña es un objeto jurídico y político propios– se sitúa en el frontispicio y de ahí no se baja nadie.
Por tanto, aunque el independentismo haya perdido intensidad –aunque plásticamente las imágenes de este domingo volverán a ser efectivas– el problema real es esa distancia emotiva, más allá de los proyectos políticos, que consolidan comunidades sociales y políticas alejadas unas de otras. Y cuando se decidió en la transición que la Diada Nacional sería el 11 de septiembre el objetivo fue que fuera la Diada para todos los catalanes, para todos los «ciudadanos», como, con precisión y de forma nada casual, se refería el presidente Tarradellas.