El estado propio explicado para que lo entienda Rajoy

Imagina que tienes un hermano. Los dos ganáis un sueldo. Pero tu hermano gana algo menos que tú. Sólo un poco menos. Los dos vivís en casa y dáis una parte importante de vuestro dinero al padre.

Con este dinero tu padre paga los gastos comunes: la comida, la luz, el agua, el alquiler, etc.. Con el dinero que le queda, todavía le sobra para compraros cosas que necesitáis individualmente como una cama, un ordenador, un reloj, libros, ropa, etc… Ahora bien, como vuestro padre es muy solidario –con tu dinero– y quiere compensar la diferencia de sueldo que tienes con tu hermano, con él se gasta más dinero: le compra una cama más grande, un ordenador más rápido, más libros, un smartphone, un tablet, etc… «Esto» te dice él de forma condescendiente, «¡es una inversión que un día dará sus frutos y hará que tu hermano acabe aportando en la casa tanto como tú! ¡Ya verás!». Pero tú no lo percibes de esa manera. Tal vez tienes miopía.

La situación no es cómoda para ti y cada cierto tiempo vas sacando el tema a mesa. Pero el padre te va dando largas y cuando no le queda otro remedio, te promete que te hará caso, pero cuando llega la hora de cumplir, se desentiende. Mientras tanto tú te vas cansando de pagar doble: los gastos de tu hermano –a través de tu padre– y los tuyos –de tu bolsillo–. Los años van pasando y la situación no cambia.

Cuando los tres lleváis mucho tiempo de convivencia (algunos dirían «conllevancia») la familia pasa una mala época. El padre se tiene que estrechar el cinturón y cómo tú ganas más, te estrangula más a ti. Tú procuras gastar menos, pero el padre no dejar de exprimirte. Hasta que un día la situación logra el límite, con el que te queda después de dar el dinero a tu padre, ya no puedes ni llegar a final de mes. Estás desconcertado. Mientras tanto, tu hermano viste mejor ropa, zapatos más caros y los libros se los compra tu padre. Tú, en cambio, tienes que pagarte los libros, y eres tú quienes tienes que sacrificarte más (porque ganas más). De hecho, constatas que después de tantos años de «inversión» la diferencia no se ha acortado. Es decir, que más que un hermano, te estás ganando otro título: el de «primo». Entonces haces un grito en medio de la calle y dices basta. Ya más calmado, te plantas ante tu padre, y le dices que estás cansado y que el dinero no te llega. Le dices: «¡Se ha acabado! No puedes seguir dándome gato por liebre. ¡Quiero una financiación justa!».

El padre que te conoce, te mira fíjamente, pero te da una respuesta condescendiente. Te dice que «ya hablaremos más adelante». Que ahora no es el momento. En el fondo te ignora. Piensa que tienes una rabieta. Una de tantas que has tenido y que nunca ha hecho llegar la sangre al río. «Ya se le pasará», piensa. Él no lo sabe, pero esta vez se equivoca.

Cuando llegas a tu habitación, empiezas a hacer las maletas, de hecho lo primero que haces es comprar maletas, porque nunca te habías tenido que marchar de casa. Tu padre se entera y lo comunica a familiares y allegados. Se produce una cierta tensión. Tu hermano te acusa de insolidario y dice que es él quien te paga las facturas a ti, y te enseña su cuenta de inmediato (donde aparecen las transferencias del padre) para demostrarlo. Una tieta sabelotodo y repelente, se mete por el medio y dice que te denunciará al juzgado. Un tío lejano con quien nunca te has llevado bien, te amenaza con la violencia. Mientras tanto, empiezas a elegir la ropa que te llevarás y la empiezas a doblar sobre la cama. También hablas con los vecinos y les explicas la situación. Algunos de ellos te miran estupefactos. Otros te dicen: «¡Ya lo decía yo!»

Podría parecer que el padre tiene que estar preocupado, pero no es así. Le gusta el fútbol y en la última cena de familia no habla de otra cosa. El abuelo intenta cambia de tema y le pregunta ante todos qué hará. Pero el padre no contesta. Sólo lo interesa el último partido que juegue la ROJA. No se imagina que en poco tiempo será la ROTA.