¿El Estado de qué Nación?

Dicen que ha ganado Rajoy. ¿Tiene alguna importancia? Una vez hecho el ritual, la impresión general es que el Congreso de Diputados y los partidos dinásticos mayoritarios de los últimos 30 años están cada vez más desubicados sobre lo que está pasando.

Las discusiones basadas en el profundo argumentario de: «y tú más que yo», sin ninguna alternativa valiente y creíble a la triple crisis democrática, social y nacional que padecemos, acaban de alejar a la población de la política real.

¿De qué nación están hablando en el Congreso de Diputados? No la de aquellos que de forma creciente están obligados a emigrar. Los más preparados de nuestras universidades y centros de investigación y tecnología que están disparando la diáspora por todo el mundo. La mano de obra poco cualificada, por ahora se mantiene como puede, echando mano de subsidios, solidaridad familiar y caridad.

Un gobierno — también vale para el de Catalunya– que no practique la técnica del avestruz estaría promoviendo de forma ordenada, tanto la emigración de la parte alta como, sobre todo, la de la parte baja con la intención de poder recuperar tan pronto como fuera posible esta pérdida de capital humano.

En la nación difícilmente se sienten representados los miembros del 26% de paro, expulsados de la vida laboral. Y empiezan a sentirse con un pie fuera de la nación las decenas de miles de nuevos parados que en los próximos meses procederán de la banca, de empresas parapúblicas como Iberia, de la masa de interinos y laborales públicos expulsados en la calle. A los que se sumarán los que provengan del cierre de miles de tiendas que aún les faltan para situar la oferta al nivel del consumo real.

Y ello sin que se haya puesto en marcha ninguna política de financiación de pymes, mientras los bancos continúan haciendo de agujero negro del ahorro popular.

En la nación tampoco se sienten representados el conjunto de ciudadanos de Catalunya que ven conculcados los derechos constitucionales con unos impuestos no equitativos y confiscatorio que no sirven para financiar los servicios a los que tienen derecho. Ciudadanos a los que el Estado, sistemáticamente, condena a la pobreza y al estrés social por la acumulación de deudas fiscales y financieros con la Generalitat. Catalanes excluidos también por la sistemática vulneración de los derechos más elementales al autogobierno contenidos en el pacto constituyente.

Pero, incluso, el conjunto de ciudadanos españoles de las clases populares que no aparecen en los capítulos anteriores, ¿por qué nación deben sentirse concernidos? No por la de la oligarquía económica surgida de un capitalismo que nació bajo las faldas del Estado franquista y que comparte familia y puestos de trabajo con las cúpulas de los partidos de la alternancia de la Segunda Restauración.

Partidos mayoritarios, hasta ahora, en las Cortes, incapaces de ver, como decía el Financial Times, que la podredumbre llega a todas las instituciones del Régimen. Partidos que se toman en coña el grito desesperado, e ingenuo, del líder de los socialistas catalanes, Pere Navarro, que les decía: hagamos un gesto gatopardo, cambiemos de Rey para que parezca que al menos cambia algo. Y se han reído.

Para la mayoría de catalanes, a pesar del arranque de ventilador, sigue siendo la emancipación nacional una posibilidad de salir del lodazal y eliminar errores y achaques propios. Pero para el resto de los españoles que no quieren cambiar de estado, cada vez se hará más urgente el cambio de Régimen. La ruptura con la Segunda Restauración. Y de verdad: esta vez sin transiciones pseudomodélicas.