El espacio y lo político

Periferias

El tiempo apenas deja huellas tras sí; se disimula en el espacio,
bajo ruinas que lo ocultan, para ser lo más pronto posible deshecho.

Henri Lefebvre, La producción del espacio.

Nuestra relación con el espacio es problemática: acostumbramos a pensar que es una cualidad neutra, que poco o nada influye en nuestras relaciones sociales o en nuestros sentimientos. Sí, podemos admitir que un color algo más claro u oscuro en nuestras habitaciones puede inspirar algunas sensaciones, pero nunca determinar nuestros pensamientos. Tampoco la melancolía o la plenitud que experimentamos a veces frente al oleaje tienen algo que ver con esos lugares, sino que se trata de proyecciones de nuestras vivencias.

Negamos, así, la importancia de nuestra condición espacial, el hecho de que, además de estar hechos de historias, como decía Galeano, estamos hechos de espacio. Aceptamos que ocupamos un espacio, pero es una ocupación que relegamos a sus cualidades físicas, y con tres dimensiones nos basta y nos sobra, sobre todo porque ninguna de esas tres dimensiones debería saber nada sobre memoria histórica, sobre barricadas o sobre multitudinarias ocupaciones.

Quizás arriba y abajo no signifiquen mucho más que la altura a la que están unas cosas respecto de otras, pero vale la pena sospechar cuando demasiadas cosas están por debajo de otras. La forma más sencilla de desacreditar la neutralidad del espacio en el que vivimos viene dada por su articulación con el tiempo (pero será siempre problemático hablar de «espacio» en términos genéricos, digamos, entonces, espacio social, espacio político, etc.; cada nuevo adjetivo descubre una función más de ese espacio supuestamente neutro, pero sobre todo reconoce que vivimos y nos conocemos por mediación de unos espacios).

Basta un poco de historia para sospechar de ciertas regularidades, por ejemplo, en la organización entre esas cosas que están arriba o abajo, o por qué ciertas ideas tratan de escapar a la dimensión de la altura, y fijan sus propuestas en términos de horizontes y de horizontalidad. La historia deja sus huellas en el tiempo, pero también en el espacio, así nuestras ciudades son capaces de contarnos su pasado, y la historia de los vencedores y los vencidos.

Todo esto para decir que no hay espacios neutros, que el hecho mismo de vivir implica ocupar un espacio que está cargado de significados, de influencias y de tensiones. Una forma muy sencilla de demostrar esta idea es prestar atención a las formas en las que el discurso de los políticos encuentra una materialización a través del espacio: se habla, por ejemplo, de llenar las plazas, o de quitar monumentos o cambiar nombres de calles.

El espacio, para la política, es el principal elemento de visibilización, ya que ahí las ideas políticas y los nombres de los partidos se muestran como algo de carne y hueso; una multitud es mucho más que dos o tres candidatos en una lista. Pero si pensamos que el espacio, como la Historia (con mayúsculas), es únicamente el terreno de lo visible, cometeríamos un profundo error. Si el espacio nos muestra a sus héroes, eso quiere decir que sobre ese espacio se han tomado decisiones, se han descartado historias (con minúsculas).

El espacio de nuestras ciudades no solo nos muestra sus hitos, también nos muestra sus oscuridades, todo aquello que no alcanza para dedicarle un monumento. Y, todavía más, no se trata solo de monumentos, que son una forma de materializar la historia, prestemos atención también a la forma en que el espacio urbano articula las posibilidades del movimiento. Una acera que termina y empieza en rampa nos cuenta la historia de un reclamo, el momento en que se reconoció que las ciudades que construíamos no estaban realmente hechas para todos, y negaban a una parte de sus habitantes la libertad de movimiento. He ahí la importancia de la visibilidad, que juega una parte crucial en la consecución de determinados sectores sociales como categorías susceptibles de participar en el terreno político.

Uno de los grandes pensadores de esta relación entre el espacio, el poder y la vida, fue Michel Foucault (Poitiers, 1926-1984). Destacan, fundamentalmente, Vigilar y castigar (1975) y su Historia de la locura en la época clásica (1964), el primero dedicado al estudio de la institución penitenciaria, y el segundo dedicado a la institución de la razón (y cómo ésta excluye a la locura para darse la razón). Ambas obras tratan sobre elementos marginales del sistema y destacan un elemento histórico que las une: el comienzo del encierro como única forma de solución a estos elementos sociales que, justificados en el peligro que suponen para la sociedad, encerramos y denegamos su participación en el consenso social.

Además de este paralelismo, que comparten con los hospitales y los colegios, ambos elementos comparten una estrategia de negación de su visibilidad: donde antes los locos y los criminales vagaban por las calles, hoy están todos juntos, encerrados, en las opacidades de la racionalidad y la ley. El problema, claro está, es que el encierro no supone simplemente una exclusión, el encierro es la forma en la que estos elementos se reintegran al sistema social, es su destino, como lo es el de un niño el colegio, un enfermo el hospital o, cada vez más, una empresa estratégica para los miembros salientes de un gobierno. Quizás la vieja frase de que el tiempo nos pone a todos en el lugar que nos corresponde adquiere ahora un tono algo más certero y doloroso.

Quizás por eso Foucault, en una conferencia de 1966 («Las heterotopías»), llamaba a gestar una ciencia de los lugares diferentes, los lugares otros, esos lugares en los que el orden espacial de la normalidad parece saltar por los aires. Se trata de buscar esas heterotopías, como las prisiones y los colegios, pero también como esos espacios que escapan a la normativa y al encierro, y que se convierten así en contraespacios, en los que su apertura dicta una libertad que todavía está por escribir. Tal vez la pregunta que nos interpela hoy desde este texto de Foucault, es si nuestros espacios, esos que políticos de uno y otro signo llaman a colmar, serán simplemente una continuidad de los espacios normales a los que estamos acostumbrados, o si de ellos saldrán las necesidades que todavía insistimos en llamar utópicas.

Las naves, dice Foucault finalmente, son las heterotopías por excelencia y «las civilizaciones sin barcos son como los niños cuyos padres no tendrían una gran cama sobre la cual se pudiera jugar; sus sueños entonces se secan, el espionaje reemplaza la aventura y la horrible fealdad de los policías, la belleza soleada de los corsarios».


Santiago Caneda Lowry
es  sociólogo, doctorando en filosofía por la UNED y miembro del seminario de investigación permanente Decontra