El error catalán (y español) de pensar que un Estado debe ilusionar

El independentismo insiste en que el Gobierno español ha sido incapaz de ilusionar con una alternativa, una premisa errónea que asume el mismo Ejecutivo

El independentismo catalán nunca habría podido pensar que estaría a las puertas de socavar el estado español. Por diversos factores, como la crisis económica, las torpezas de los gobiernos españoles, la sentencia del Estatut de 2010, pero, principalmente, porque el nacionalismo catalán ha ido desarrollando un relato para distanciarse del “Estado español” desde la recuperación de las primeras elecciones autonómicas en 1980, el independentismo es el vector político más importante en Cataluña.

Las personas más activas, las que se mueven en entidades cívicas y culturales de todo el territorio catalán, aunque con especial relevancia en las comarcas de interior, se reclaman soberanistas y lo que les mueve es trabajar por el mayor autogobierno posible de Cataluña, con el objetivo de la independencia.

Ese anhelo puede bajar en intensidad, pero seguirá latente, pase lo que pase el 1 de octubre. Las nuevas generaciones, la de los jóvenes de 25 a 30 años, defienden sin complejos la independencia de Cataluña, y todo el movimiento asegura que se siente ilusionado por ese futuro, que entienden esperanzador y mejor que el presente, ligado a la suerte del conjunto de España.

El soberanismo reprocha a España que no ofrezca ilusión, ¿pero es eso necesario?

En Cataluña, aunque muchos de esos soberanistas jóvenes se definen como liberales, prima una idea comunitaria de la política. Es el ‘nosotros’, la colectividad catalana, frente al resto. Eso implica una demanda muy exigente a la política. Es decir, la política ‘nos puede y debe salvar’ como colectivo, ‘nos debe ilusionar’ frente a España, que vive como puede, sin muchas esperanzas, de forma mediocre, con muchas carencias, con una democracia que no es de alta calidad, porque en la transición se quiso salvar a los franquistas y, por tanto, no han cambiado tanto las cosas respecto a los años setenta.

Esa es la idea que se difunde, que se alimenta desde el independentismo, en contraste con la ilusión, con las ganas de fundar un nuevo país que no cometerá los mismos errores que España, que podrá poner en práctica una democracia escandinava.

La paradoja es que las fuerzas que se asocian al “unionismo”, vocablo ideado por el soberanismo, –todo el lenguaje lo ha ideado el independentismo en los últimos años— caen en el dibujo de esos intelectuales como Salvador Cardús o Joan Manuel Tresserras, para mencionar a dos referentes en el ámbito más relacionado con el Pdecat o con ERC, o Enric Vila o Jordi Graupera –desacomplejados que se autodefinen como liberales. 

Los partidos constitucionales asumen la crítica soberanista y reconocen que les falta relato

En ese esquema, los dirigentes de los partidos constitucionalistas admiten que sí, que España no ilusiona, que no ha sabido construir un relato de futuro, y que esa batalla se está perdiendo, aunque se pueda frenar el referéndum de autodeterminación.

Pero, ¿qué se debe pedir a un país? En Cataluña se padece un exceso de comunitarismo. Y en el resto de España se ha temido generar ese comunitarismo propio, porque se asociaba a los tiempos de la dictadura. Lo que se ha conseguido, sin embargo, debería ser motivo de cierto orgullo: un país con poco espíritu nacionalista, –miren a Francia, o, incluso, al Reino Unido—que sí se golpea el pecho para alardear de su sistema de salud, por ejemplo, o de los niveles de educación que ha conseguido en poco tiempo (ya sabemos que deberían mejorar, pero veamos desde dónde se comenzaba).

Frente a la ilusión independentista, ¿qué ofrece España?, preguntan los soberanistas. Nada. O mucho, si se le pide poco a la política, si se le pide algunas cosas principales: un estado de derecho, un estado de bienestar, aunque pueda mejorar, un estado que garantice la convivencia y que, eso sí, castigue los casos de corrupción. Hay otras cuestiones, claro, como la buena distribución del poder, el reconocimiento del autogobierno de las autonomías o promover las mismas oportunidades para todos, y eso incluye los derechos civiles, que en España se han reconocido antes que nadie.

A partir del 2 de octubre, el Gobierno y todas las fuerzas políticas deben buscar que España funcione mejor

España debe mejorar en algunos de los puntos mencionados. Pero un estado tampoco debería ir más allá, o los ciudadanos tampoco deberían reclamar mucho más. Las ilusiones entran en el terreno privado; las concepciones del bien las debe tener cada uno; las esperanzas de futuro, en función del esfuerzo de cada persona, pertenecen a la esfera privada.

Por tanto, frente a la ilusión del independentismo, no se ofrece nada, simplemente un estado que funcione. La pregunta que el Gobierno debe hacerse, junto con el resto de fuerzas políticas, es si España puede funcionar mucho mejor, si puede convencer –no a todos, no al núcleo duro del independentismo, que cree en su proyecto ocurra lo que ocurra—a un porcentaje importante de los actuales soberanistas de que vale la pena un estado que garantice unas pocas cosas, y que deje las ilusiones en el campo privado.

Y a eso se debería poner de inmediato, el mismo día 2 de octubre, con todas las reformas que sean necesarias, con la implicación al máximo del PP, que siempre ha estado a la defensiva, y con todos los catalanes que vean que un proyecto en común, en una Europa que si no se une más acabará empequeñecida en el proceso de globalización, tiene más sentido que un nuevo país, por mucha ilusión que ahora pueda generar.