El efecto Ratatouille

Las ratas en Paris no son el simpático cocinero Ratatouille de Disney, sino que son el vector de muchas enfermedades, algunas de las cuales pueden ser mortales

París figura en el top 10 de las ciudades con más ratas del mundo. Hasta tal punto llegó el problema que el concejal de la oposición, Paul Hatte, presentó una petición para atajar la cuestión, alarmado especialmente por la proliferación de estos roedores en las viviendas sociales.

Douchka Markovic, cofundadora del Partido Animalista y concejal por el Grupo Ecologista de París, rebatió: “Prefiero llamarlas “surmulots” (algo así como «ratones de campo de gran tamaño»), ya que tiene menos connotaciones negativas» (sic). A continuación, afirmó que esos animales son “nuestros ayudantes en el control de los residuos” y que hay que destacar “el papel que desempeñan a diario en las alcantarillas, con la evacuación de varios centenares de toneladas de residuos y el desatasco de tuberías». La señora Markovic, cuyo grupo sostiene la mayoría de la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, apeló a encontrar soluciones “no letales” y propuso “tapar los agujeros de las viviendas”.

La propuesta del señor Hatte fue rechazada. Y es de recibo preguntarse en qué momento el bienestar de las ratas pasó a convertirse en causa prioritaria para grupos supuestamente progresistas, por encima del bienestar de los seres humanos en las viviendas sociales. Del “Touche pas à mon pote” (lema oficial de la asociación francesa SOS Racisme) de los años 80 al “Touche pas á mon surmulot” de hoy en día ha llovido bastante.

Porque contrariamente a lo que parece haber aceptado el Consejo de París, las ratas no son el simpático cocinero Ratatouille de Disney, sino que son el vector de muchas enfermedades, algunas de las cuales pueden ser mortales. La Academia Nacional de Medicina francesa emitió un comunicado de rechazo: «Tanto si se la llama Rattus norvegicus, rata parda o rata noruega, es la más dañina de las especies comensales del hombre por su gran capacidad de adaptación, sus exigencias alimentarias, su intensa prolificidad y, sobre todo, las zoonosis bacterianas, víricas y parasitarias de las que puede ser vector. Y añadía que estos animales «representan una importante fuente de bacterias resistentes a los antibióticos en el entorno humano» y son un «peligro real para la salud pública».

La Alcaldesa de Paris, Anne Hidalgo. EFE/Antonello Nusca

Pero en esta infantilización social en la que estamos sumidos poco parece importar este hecho. Se vuelve prioritario cambiar el nombre a las realidades para imponer una visión utópica gobernada por el timón emocional. Como si años de animales antropomorfizados por Disney y dibujitos varios pudieran vincularse a las cambiantes actitudes sociales respecto a estos y a la naturaleza en general. Bajo este prisma, las ratas deberían ser vistas como Rataouille y los leones considerados vegetarianos porque “When You Wish Upon a Star”… todos los sueños se hacen realidad.

 Lo único que sí pueden hacer es intentar que los habitantes no perciban el riesgo

O no. Porque mientras gobierna el capricho de ciertos políticos de diseñar un mundo a la medida de su ideología – “esa especie de maquinaria de escoger los hechos favorables a nuestras convicciones y a rechazar otras”, como escribía Jean-François Revel en El Conocimiento Inútil -, la realidad no se doblega necesariamente al deseo. París podría prohibir la discriminación de las ratas, mas no por ello las enfermedades que transmiten dejarían de ser un peligro – probablemente sean un peligro mayor. De hecho, lo único que sí pueden hacer es intentar que los habitantes no perciban el riesgo, anestesiarlos ante la amenaza y de ahí la voluntad en cambiar las palabras que describen la realidad.

Este comportamiento fragiliza a los adultos, condenándolos a un pensamiento pueril, erosionando su confianza en el conocimiento acumulado durante siglos de experiencia compartida, e incluso conduciéndolo a dudar sus propias experiencias e ideas individuales. Como si debieran de avergonzarse por creer en la tozudez de la realidad.

Pero es que esta disminución del individuo tiene también su apetitosa contrapartida. La satisfacción de sentirse “en el lado bueno de la historia” y siempre en el lugar de los virtuosos, de modo a no tener que responder por ninguna consecuencia. La moralidad de quien se percibe como “bueno” es tan potente que no tienen responsabilidad alguna por la que rendir cuentas.

La cuestión es que los niños no buscan gobernantes, buscan papás que los consuelen y autoridades que les sigan la corriente. Así, no es de extrañar que una sociedad debilitada en su pensamiento y azuzada en lo emocional, opte finalmente por buscar soluciones en líderes populistas y demagogos, fascinados por discursos sencillos y extremos, alejados del debate democrático y del compromiso entre las partes.

Podemos exigir que nos llamen gorriones y podemos creernos pájaros con todas nuestras fuerzas, pero no por ello podremos volar. Y puede haber (hay) quienes, con ánimo de ventaja, así nos llamen. Pero no es esa perspicacia la que permite el gobierno cabal de la cosa pública. Urgen líderes centrados, capaces de abstraerse de esa infantilización moralista, capaces de decírnoslo abiertamente, antes de que saltemos y nos estampemos contra el suelo, o de que las ratas nos devoren. Perdón, los “surmulots”.