El día que murieron Gorbachov y Joan Ollé
Este martes, 22 de noviembre del 22 (curiosa simetría...) se presentaba en Barcelona un libro coral donde varios autores, entre ellos yo, contestaban a la rara pregunta de “por qué dejé de ser nacionalista”. Ahí va mi respuesta...
¿Es bueno decir siempre lo que se piensa, o hay momentos en que más vale callar y tener la fiesta en paz? Extremismos, supremacismos y populismos, ¿tienden a pasarse como un sarampión si no los mencionas, si cambias de tema y hablas de otra cosa, o todo lo contrario, tienden a apoderarse de todos y cada uno de nuestros silencios?
Yo he vivido veinte años fuera de Cataluña, repartidos entre Madrid y Nueva York. No esperaba volver físicamente a mi tierra, porque tenía intereses y proyectos personales en otra parte, y porque daba por hecho que nadie en la Cataluña procesista iba a querer contar conmigo para nada. No después de mi doloroso distanciamiento de mis inicios en la prensa catalanista, para acabar siendo una enemiga jurada y declarada del procés.
¿Que cómo dejé yo de ser nacionalista? Pues lo primero sería preguntarse si yo fui en realidad nacionalista alguna vez. Catalanista sí, desde luego: por predisposición familiar, por letraherida y juntaletras, y porque mis inicios profesionales fueron en la prensa catalanista en plena era Pujol.
Me gustaría precisar que en ese momento, ser catalanista no equivalía automáticamente, ni a ser independentista, ni a ser antiespañol, ni a ver el periodismo como un arma de destrucción masiva, donde no importa la verdad, sino cómo machacar más y mejor al “enemigo”. Todo eso vino después y explica mi distanciamiento del mundo que me vio nacer. O, mejor dicho, de los que se han enseñoreado de ese mundo y obligan a vivirlo de una determinada, inapelable manera.
Que las cosas fueron distintas, muy distintas, y que no hace tanto de eso, puedo acreditarlo simplemente hablando del que fue mi grandioso y muy querido profesor de literatura catalana en el Institut Pau Vila de Sabadell. Se llamaba Antoni Dalmases, se gastaba un look entre british y pequeñoburgués en un momento en que absolutamente todo el resto del profesorado del centro proclamaba su apasionada adhesión al PSUC (luego podían matarse entre ellos por si eran eurocomunistas o prosoviéticos, anti o proCarrillo…) y en fin, que Antoni Dalmases era el otro en medio de tantos unos.
Es sorprendente la facilidad con que el pensamiento único (o casi) prende en democracia. Simplemente, lo único que se piensa va mutando con el tiempo. Ahora que abundan sesudos análisis de cómo y cuándo empezó el feroz control nacionalista de la escuela, la cultura, los medios de comunicación, etc, convendría recordar que en Cataluña, como en el resto de España, en los últimos cuarenta años esos han sido cotos privados indiscutibles de la izquierda. Incluso en plena era Pujol, insisto, cuando Pujol gobernaba Cataluña con mayorías absolutas, bueno, pues lo dicho: mi instituto era una célula comunista viviente, y hasta Catalunya Ràdio y TV3, entonces deslumbrantes novedades mediáticas, estaban en la práctica gestionadas por periodistas de izquierdas. Muy de izquierdas. Más rabiosamente de izquierdas, cuanto más se les resistía Pujol.
Sinceramente creo que yo acabé empezando mi carrera periodística en el diario Avui porque no me habrían cogido en ningún otro sitio más importante para la izquierda, por la sencilla razón de no ser yo lo bastante sumisa y obediente. Yo he vivido en mis inicios las miraditas de superioridad de socialistas, comunistas y gente por un estilo, por el simple hecho de escribir en un periódico pequeñito y en catalán. Un periódico para “botiguers”: así llamaban los progres de los años 90 a todo aquel que defendía el catalán y el catalanismo, no digamos ya el nacionalismo. Encontrarme luego a esos mismos progres convertidos en feroces guardianes de las esencias independentistas, y tener que volver a aguantar sus miraditas, no ya de superioridad, sino directamente de odio, es una de las experiencias más desconcertantes de mi vida.
Los periodistas deben decidir si creen las consignas, si están dispuestos a callar y colaborar o si va de cabeza a la cámara de gas profesional
Y amargas. Volviendo a mi idolatrado profesor de literatura catalana en el instituto, Antoni Dalmases. Yo le idolatraba por su inteligencia, por su cultura, por su sosegado saber estar al margen de las modas de la época, y por empezar las clases con frases como esta: “Yo quisiera ser profesor de literatura universal, pero como no me dejan, sólo os puedo enseñar literatura catalana”. O bien: “No quiero que me hagáis refritos del pensamiento de otra gente, quiero que penséis por vosotros mismos: nunca os suspenderé por pensar una tontería, sólo por no pensar”. E incluso: “¿Cómo sois tan pocos hoy en clase? ¿Que tenéis examen de literatura española en la classe siguiente, decís? ¿Y qué entra? ¿Unamuno? Bien, pues agarraos, allá va mi improvisada clase magistral sobre Unamuno»…
Yo mantuve el contacto con este profesor (y con su familia) durante bastantes años después de dejar el instituto y de irme de Cataluña. Nos queríamos bien. Nos confortábamos y respetábamos mutuamente. Él empezó a escribir y publicar novelas con discreto éxito: cuajó más como autor de novela infantil y juvenil que como una especie de Cortázar catalán, que es lo que probablemente le habría gustado. ¿Injusticia? Puede. También me pareció bastante injusto que, cuando empezó a hacer pequeñas colaboraciones en medios de comunicación, algo que toda la vida ha ayudado a la gente de letras a llegar a final de mes y a hacerse un nombre, le dieran bola al principio, pero se cansaran de dársela casi en seguida. Como quien se aburre de un juguete nuevo nada más sacarlo de la caja.
¿Por qué no le hacían más caso? Recuerdo haberle dado a leer textos suyos a un escritor catalán muy importante y consagrado. Su veredicto fue: “Tu amigo escribe bien, pero tiene un mundo personal muy estrecho, muy pequeño, y eso le limita como autor”. Recuerdo que me dolió este análisis. No lo discutí, pero me dolió y procuré olvidarlo.
Nuestros caminos se bifurcaron porque él vivía en el mundo académico y yo en el periodístico. Que es a lo que atribuyo, en primer lugar, haber visto antes que otros desde primera fila, en todo su crudo y sangrante detalle, lo que estaba ocurriendo y lo que iba a ocurrir. Habrá otras profesiones donde complicarse más o menos la vida sea opcional. No en la mía. Cuando el nacionalismo excluyente devoró al catalanismo integrador, y luego fue devorado a su vez por un independentismo lleno de peligro, empeñado en hacer pagar a los catalanes no separatistas su pura y dura incapacidad de hacer lo que prometía (sacar Cataluña de España), primero porque no se puede, y segundo, porque de poderse tendría unos costes que la casta separatista dominante no está dispuesta en absoluto a asumir…en fin, cuando pasa todo esto, los periodistas somos de los primeros en caer. Tienes que decidir muy rápido si te crees las consignas y si, de no creértelas, estás dispuesto a callar y colaborar o a ir de cabeza a la cámara de gas profesional.
Ir de cabeza a la cámara de gas profesional
Yo elegí esto último un poco por eliminación. Tal y como yo lo veía, no había cambiado yo. Había cambiado el catalanismo circundante. El mundo de ayer de mis padres (y de mi profe) se estaba degradando a toda velocidad, convirtiéndose en otra cosa. Y lo más coherente era poner pie en pared. Plantar cara.
Lo hice con considerable costes profesionales, económicos y hasta personales, amortiguados apenas por el hecho de vivir fuera y haber tenido la opción de dar el salto a medios de comunicación nacionales. A que mi voz se oyera no sólo en catalán, también en español. Cuando digo costes amortiguados, no quiero decir inexistentes, ni baladíes…ni que estuvieran siempre previstos. No me esperaba por ejemplo encontrarme un día, entre los comentarios a un artículo mío particularmente beligerante en contra de la cancelación de los catalanes no independentistas, esta frase de mi antiguo profesor: “Anna, te leo y me pongo triste, muy triste…”.
Ilusa de mí, al principio quise atribuir esta tristeza a que compartía mi análisis, mi lamento por tanta inteligencia y tanta libertad castradas. Poco a poco me fui apercibiendo de que era justo lo contrario. Cuanto más me alejaba yo de la radiación independentista, más se acercaba él. Yo ya estaba de vuelta en Cataluña, a mediados de 2021, cuando leí en alguna parte que un profesor catalán de instituto la había liado parda en un programa de TV3 cargando contra el bilingüismo en la escuela y tachando a gritos de “colonos” a todos los que lo defendían…¡defendíamos! El nombre, Antoni Dalmases, coincidía, pero yo no me lo podía creer. No me lo creí hasta ver con mis propios ojos el vídeo. Era él, a la vez inconfundible e irreconocible. Ni rastro de la antigua ironía. Se había convertido en un ser literal y vociferante.
Hay que decir que gracias a eso, la suerte le sonreía como nunca. Mucho se habló de aquella intervención televisiva suya y cuando, poco después, hizo una lectura de sus cuentos en una librería de Sabadell, el local estaba abarrotado. Vi las imágenes en el periódico, me partió el alma su sonrisa feliz. Al fin se había hecho un hueco cálido junto al fuego, en lo mejorcito de la tribu. Pero, ¿a qué precio? ¿Y con qué grado de verdadera convicción?
Ese es para mí el gran misterio del procés. Hasta qué punto personas cultas, inteligentes y creativas, personas de indudable músculo intelectual, se suben a según qué carro por sincera y personal convicción, porque ceden a la presión inhumana del mainstream, o porque el programa de incentivos es irresistible. Ya he mencionado lo difícil y arduo de ser un periodista antiprocés. En otras profesiones también pasan a fondo la guadaña: profesores, artistas, escritores… Todos aquellos que en mayor o menor medida dependen de un tejido cultural cada vez menos libre y más institucional, más agarrotado por la obediencia debida a quien abre o cierra con puño de hierro el grifo de la subvención. Quien decide si eres visible o invisible.
Vuelta a Cataluña en 2021
Nada más volver a Cataluña, a principios de 2021, para formar parte de la candidatura de Ciutadans al Parlament, me saltó a la cara otro caso digno de estudio. Poco después de las elecciones estalló el escándalo del caso Joan Ollé, dramaturgo, escenógrafo y profesor del Institut del Teatre. Una de las personas que más han aportado al teatro español, pero sobre todo catalán, de este siglo. El 4 de septiembre de 2022 habría cumplido 67 años.
Yo conocía a Joan Ollé mayormente de verle trabajar, de disfrutar de su obra. Un montaje suyo en Nueva York, con Jessica Lange encarnando a la Colometa, la protagonista femenina de La plaça del Diamant de Mercè Rodoreda, me cortó el hipo como años antes ya me lo había cortado, en Madrid, ver su versión de la Fedra de Racine, con Rosa Novell en el papel principal. Ya de vuelta en Madrid, me reencontré con la dramaturgia de Ollé en el Teatro Español, donde volvió a la carga con La plaça del Diamant, sólo que con Lolita en el papel que en Nueva York interpretara Jessica Lange. Al acabar la obra me desmayé, y creo que con eso queda dicho todo.
En unos tiempos en que el teatro parecía consistir en cualquier cosa menos que en el verbo, en minimizar la fuerza de los textos para apostar por acrobacias cuasicircenses en el escenario, Ollé era un gigante de la textualidad palpitante y penetrante. Era capaz de sacar teatro de las piedras, de los textos literarios más aparentemente intratables y de los actores más aparentemente imposibles. Ver a Lolita hacer de Colometa parecía un triple mortal. Ella misma reconocía que no habría aceptado nunca de no recibir una llamada perentoria de Joan Manuel Serrat: o lo haces, o lo haces.
Luego venía el trabajo íntimo en el taller de la acción, la orfebrería devota y apasionada. Lolita salió al escenario con pinganillo porque al parecer memorizar el papel no era exactamente lo suyo. Bueno, qué quieren que les diga. No sé qué haría falta para obrar aquel milagro, pero el milagro se obró. Yo tengo cada frase de aquella obra clavada en el costado. Allá donde ahora mismo se agrupa ese dolor citado por Miguel Hernández a la muerte de su amigo Ramón Sijé, al que tanto quería. Elegía hecha canción por Serrat, que la cantó a capella en el funeral de Joan Ollé, muerto el mismo día que el liquidador oficial de la URSS, Mijail Gorbachov.
Una cosa buena de llevar media vida plantando cara al procés es que aprendes a pensar por ti misma incluso aunque no quieras. A resistir los cantos de sirena, no digamos los de seres más sórdidos. Cuando de repente el diario Ara, famoso por su “periodismo de investigación patriótico” -me consta que a mí misma me investigaron cuando me incorporé a la candidatura de Ciutadans…- le puso la proa a Joan Ollé, “destapando” una inaudita olla de spaguetti de acusaciones de “abusos”, psicológicos, verbales, sexuales y no sé qué más…digamos que me mosqueé. No hacía nada que le habían hecho una jugarreta parecida a otra gloria del teatro catalán, Lluís Pasqual, defendido a capa y espada por la valiente Rosa Maria Sardà...y por pocos más. Nunca se probó nada contra Pasqual. Sí lograron su objetivo: quitarle de en medio del Teatre Lliure, y que se pirara, asqueado, a Madrid.
Cuando vi que arreciaba un fuego muy parecido sobre Ollé, otra personalidad tan carismática como controvertida, más catalán que el pa amb tomàquet, pero a la vez sin pelos en la lengua para criticar las muchas miserias del procés, se activaron mis alarmas. Todo mi instinto de periodismo me gritaba en los oídos: alerta ultra. Pero yo ya no era, o no era sólo, una periodista más. Para bien o para mal, ya era una política. Una diputada de Ciutadans en el Parlamento catalán. ¿Hasta qué punto era libre de decir en voz alta lo que pensaba, y que no sé si es que nadie más lo pensaba, o nadie más lo decía? La pobre Rosa Maria Sardà se había muerto y a Ollé no le defendía nadie…
Mensajes con Toni Cantó
Ante la duda, descolgué el teléfono para llamar a Toni Cantó, que entonces todavía no había causado baja en Ciutadans para acoplarse al ayusismo. Apelando a su experiencia de hombre de teatro, le conté el caso y le pedí opinión. Hete aquí lo que el bueno de Cantó me dijo: “Pues me da en la nariz que vas a tener razón, Anna, que esto pinta muy raro y huele a caza de brujas…de todos modos, ten cuidado”. Y yo: “Cuidado, ¿por qué?”. Y él: “Mujer, porque con acusaciones tan chungas, nunca se sabe, es mejor esperar a ver en qué queda todo”. Y yo: “Gracias, Toni”.
El caso es que mi experiencia personal, periodística y humana decía justo lo contrario: si esperas a ver en qué queda todo, ya es demasiado tarde. Si Ollé era, como yo sospechaba, víctima de una infamia, era urgente decirlo, no esperar a que esa infamia se consumara. Entonces decidí tirarme a la piscina y escribir en el diario The Objective un artículo sobre el tema. Se titulaba: “Caso Joan Ollé: ¿los Diez Negritos del teatro catalán?”. Se publicó el 1 de abril de 2021. No lo copio entero por no aburrirles y porque algunas cosas que contaba allí, ya las acabo de volver a contar aquí. Sí me voy a permitir entresacar algunos párrafos que me parecen especialmente relevantes. Y hasta sangrantes de releer para mí en este momento.
Vamos allá.
“Empecemos por el principio. Hace aproximadamente un mes el diario catalán Ara, buque insignia de la prensa independentista -ahora mismo dividida y alineada en agresivas banderías extraordinariamente letales entre sí, lo que puede venir más o menos al caso, según pronto se verá-, destapó lo que parecía una especie de mezcla de caso Polanski y caso Plácido Domingo en la persona de Joan Ollé, director de escena de largo recorrido y no poco prestigio, acusado nada más y nada menos que de «abusos sexuales, vejaciones, maltratos psicológicos y humillaciones» a decenas de alumnos y alumnas del Institut del Teatre.
«El tema cayó como una bomba por la dimensión pública de Ollé y por el súbito estallido de algo que según los denunciantes -por llamarles de algún modo, ya que fueron a la prensa y a manifestarse a las puertas del Institut, pero no a una comisaría de policía ni a los tribunales- había ocurrido durante muchos años, décadas incluso, sin que nada jamás trascendiera ni se supiera. Como suele suceder en estos casos, lo que al principio eran tres o cuatro denuncias aisladas de varias actrices, o aspirantes a actrices, escasamente conocidas, pronto escaló a una espiral mucho más amplia. De repente parecía no haber nadie en el Institut del Teatre a quien Joan Ollé no hubiera intentado agredir, vejar, insultar y/o meter mano. En cabeza de los agraviados se situó en seguida Joel Joan, actor catalán este sí muy conocido, conocido sobre todo por su inequívoca y descarada alineación política con determinadas banderías del separatismo. Joel Joan en concreto no acusaba a Ollé de agresión sexual sino de humillarle psicológicamente. De hacerle sentir más cerca de Fernando Esteso que de Lawrence Olivier, para entendernos. Cómo logró Joan Ollé tal hazaña cuando, según Joel Joan, nunca llegó a contar con él para ningún montaje concreto, es sólo una de las nebulosas que complican la comprensión de este caso”
Para concluir, un poco más adelante:
“Es que para mayor inri, tanto a (Lluís) Pasqual como a Ollé se les han echado encima acusaciones tan devastadoras como confusas. En el primer bombazo informativo siempre es una mujer, una joven actriz, la que se declara “agredida”, todo el mundo entiende en seguida que sexualmente, con lo cual las alarmas se disparan. A medida que se entra en detalle y en materia, resulta que la “agresión” consistía más bien en pegar cuatro gritos, en llamar “cariño” y/o en hacer comentarios de dudoso gusto, o de gusto vintage para lo que ahora se lleva. También en confraternizar con los alumnos y alumnas fuera de clase, algo que estará mejor o peor, pero que sin duda tiene, o tenía, su predicamento en la bohemia.
La única originalidad del caso Ollé, lo único que es “nuevo”, y que no apareció en el Expediente Pasqual, es que a Joan Ollé se le acusa de acudir a sus clases del Institut bajo los efectos del alcohol. Algo que en su entorno y él mismo reconocen que es o ha sido cierto y que puede haber dado lugar a malentendidos o a situaciones incómodas. Pero que a mí no deja de recordarme la alegría con que los actuales McCarthy catalanes reparten carnets de alcoholismo: a mí misma me acusan con regularidad de acudir borracha a tertulias de TV, lo cual simplemente no es verdad. Por no hablar de que hace sólo un par de décadas y media eran muchos los oficios, empezando por el periodismo, donde era habitual ver a gente sentarse a escribir sus crónicas con el gintonic en una mano y el Ducados en la otra. Hasta que primero el alcohol y luego el tabaco fueron proscritos de las redacciones. Si juzgáramos con criterios de ahora a un periodista de hace treinta años, podría verse en una situación análoga a aquella en que se encuentra Joan Ollé. Con quien almorcé la semana pasada, por cierto, y sólo le vi consumir agua mineral y exactamente dos dedos de vino tinto.
Para ir aclarando y terminando: ¿es esto un artículo en defensa de Joan Ollé y contra los que le acusan? No, porque no me corresponde a mí hacerlo, y porque Joan Ollé ya es mayorcito. Acaba de reivindicarse él mismo en este artículo, publicado en El Periódico de Cataluña y significativamente titulado “En Defensa Propia”. Una cita de mossèn Cinto Verdaguer cuando éste cayó en desgracia con su protector el marqués de Comillas y con la misma curia, que le apartó y arrinconó, acusado, entre otras cosas, de celebrar exorcismos…El tiempo dirá si Lluís Pascual y Joan Ollé eran o no eran culpables de lo que se les acusa. O si son dos de diez negritos, el principio de una sibilina limpieza étnica de la cultura catalana. Quiero creer que vivimos más o menos en democracia, que esto es un país casi libre, y que mecanismos hay para limpiar el honor de cualquiera, incluso en la Catalunya del procés.
Pero que se nos olvide tener en cuenta lo siguiente: tanto el caso Pasqual como el caso Ollé han provocado terremotos muy oportunistas en instituciones catalanas estratégicas, el Teatre Lliure y el Institut del Teatre, donde Junts y ERC parecen estar replicando el cruento juego de tronos con el que ya se encarnizan estos días en el Parlament. Llama la atención y preocupa que Joan Ollé, con la supuesta gravedad extrema de lo que de él se dice, no esté ahora mismo defendiéndose en los tribunales de justicia ordinaria, con luz y taquígrafos, sino ante un tribunal interno de la Diputación de Barcelona, en aplicación de un íntimo protocolo del mismo Institut del Teatre (que incluye buzones para denuncias anónimas…), que implementó en su día la ya caída directora del Institut del Teatre, Marga Buyo, y al que durante largos años no se había acogido nadie. De repente van en tromba y, no contentos con el cese automático y fulminante de todos los profesores denunciados (internamente, insisto), unos consigue la dimisión de esta directora, y otros piden la del gerente. ¿Waterloo contra la plaça Sant Jaume, la batalla casi final?
Veremos. Pero de eso se trata, de ver. De mirar. De estar muy atentos. Los representantes de Ciutadans en la Diputación de Barcelona han hecho la razonable petición de que temas tan graves no se solventen en oscuros comités internos sino a la luz del día y de los tribunales, y que, si a los tribunales se llega, que la Diputación se persone como acusación particular. Que al parecer existe el compromiso de hacerlo, pero por ahora, como se suele decir en Cataluña, el més calent és a l’aigüera.
Es importante que la sociedad evolucione y sea capaz de matizar y corregir sus indulgencias. También sus neopuritanismos. Ojo con permitir que baste acusar a alguien oscuramente de “agresión” -sin que al final quede claro si te han metido la mano en el culo o el dedo en el ojo- para desatar linchamientos fulminantes e irreversibles, no digamos para ir cazando uno por uno a cualquiera que incomode a determinada famiglia política o cultural. Ni impunidad, ni cobardía de mirar para otro lado. Porque si esto son los Diez Negritos…¿quién será el próximo? ¿O la próxima?”
Aquello fue el principio de una hermosa amistad. Joan Ollé me agradeció mucho este artículo, publicado en un momento en que casi nadie más se mojaba públicamente en su defensa. Incluso cuando ya quedó claro que los ataques contra él eran humo, cuando hasta sus más lóbregos inquisidores acabaron desestimando las acusaciones de “depredador sexual” para dejarlo en “señor que chilla mucho a los alumnos torpes y a veces llevaba un vaso de whisky a clase”, e incluso así, hubo “denunciantes” que se echaron para atrás, admitiendo que sus declaraciones al diario Ara habían sido tergiversadas y hasta inducidas bajo una presión más propia del mccarthysmo que del periodismo serio. Muy significativamente para la Cataluña procesista, el diario Ara trató de redignificar su “trabajo” en este caso optando a un premio de periodismo de investigación que quedó desierto.
Joan Ollé anuncio la publicación de un libro de memorias, acciones legales para limpiar su nombre hasta la última letra, y anunció todo eso en un hermoso piso en la calle Canuda, 26 de Barcelona, donde planeaba lanzar un centro de artes escénicas, experimentación cultural, etc. Creó incluso un grupo de WhatsApp para dar a conocer las actividades de allí y propiciar cierto debate libre interno, grupo en el que tuvo la bondad de incluirme, y en el que había y hay un poco de todo: actores, periodistas, abogados, profesores universitarios, escritores, familiares de Joan… Toda la gente que hasta el final mantuvo la fe en su inocencia, aunque con diversos y legítimos matices de expresión pública de la misma.
Hay que decir que, como yo me temía, incluso parando lo peor del golpe, el daño ya estaba hecho. Joan Ollé se tuvo que jubilar del Institut del Teatre, perdió su posición de columnista en El Periódico de Cataluña -que en cambio acaba de fichar orgullosamente a Pilar Rahola-, y pasó de ser una de las estrellas más brillantes del firmamento escénico teatral, a no tener donde caerse muerto y montar una obra. Literalmente. Junto con el actor Pep Munné, hizo un último alarde de magia dramatúrgica, montando un delicioso monólogo inspirado en textos de Stéphane Charbonnier, Charb, dibujante satírico, viñetista y periodista francés fallecido en el atentado de Charlie Hebdo. Este brillante y mordaz espectáculo se estrenó en Canuda, 26, pero la idea era elevarlo a un festival de teatro como Dios manda, con productor y con de todo, y que de algún modo eso significara la vuelta de Ollé a las tablas por la puerta grande, no por la puerta de atrás.
El día que murió Gorbachov
El día que murió Gorbachov, la situación era que los herederos de Charbonnier no habían respondido a ni uno solo de los requerimientos de ceder los derechos para representar esta obra, lo cual amenazaba todo el proyecto. Joan Ollé llegó a estar convencido de que ese ominoso silencio era culpa de “lo suyo”, que la mala fama le perseguía allende los Pirineos. El tema le atormentaba y le atormentó hasta el final. Había dejado totalmente de beber para expiar las acusaciones de mezclar alcohol y trabajo. Pasó en cambio a fumar como un carretero…
Joan Ollé falleció de un infarto masivo y fulminante el martes 30 de agosto de 2022, alrededor de las 13.30. Sé la hora precisa por casualidad, porque un futuro amigo común me ayudó a reconstruir la dramática secuencia. Joan y yo habíamos quedado a comer ese día. A media mañana él no me había confirmado la cita, y yo me temí lo peor, porque las 24 horas anteriores habían sido muy intensas en el chat de Canuda, 26. Digamos que uno de sus integrantes hizo una afirmación con la que yo no estaba de acuerdo, yo se la rebatí en la confianza de que podía y debía hacerlo, de que aquello era un espacio de libertad, y de repente me encontre con una cascada de desautorizaciones y de insultos por ser yo de Ciutadans, presunto destructor de la lengua catalana, nido de víboras fascistas, etc.
Yo pude haberme callado y haberlo dejado pasar al darme cuenta de que estaba (o parecía estar) en minoría, en un grupo donde predominaban las personas alineadas con los postulados independentistas y con los del PSC. Pero, igual que en su día consideré que no me había metido en política para permitir que crucificaran a Joan Ollé mientras yo miraba para otro lado, ese día consideré que tampoco tenía que hacerlo mientras mandaban “a tomar por culo” a Mario Vargas Llosa, al bilingüismo, a Ciutadans… y a mí. La discusión subió de tono, entró en territorios francamente desagradables y se prolongó hasta las tantas de la madrugada.
Joan Ollé hizo alguna incursión, tratando de templar los ánimos y en defensa de su pluralidad de amigos. Hasta el mismísimo final de su vida hizo el esfuerzo de no dejar que le amputaran ningún afecto, y bien caro que lo pagó a veces. “¿Qué hace ésta aquí?”, me consta que hubo quien le pidió explicaciones al verme aparecer la primera vez por Canuda, 26. Y él, impertérrito: “Ésta es amiga mía”. También lo eran los que me insultaban, y esa es una de las cosas más duras para un corazón de amplio espectro como el suyo. Sal y vinagre en las heridas abiertas por el procés.
«Entesos. Adéu»
Al día siguiente teníamos la comida, y yo le whatsapeé para preguntar si se mantenía, temerosa de que el rifirrafe del día anterior le impeliera a cancelar. Tardó en responder (“me he levantado tarde”, se excusó), pero cuando lo hizo fue para confirmar la cita “si a ti te va bien, Anna, si no te va bien, no pasa nada…”. Yo puse énfasis en dejar claro que me iba perfecto. Casi inmediatamente me entró otro mensaje suyo que me dejó perpleja y muy triste: “Cambio de planes, no puedo comer, me encuentro fatal…lo lamento, de verdad”. Igual que no me avergüenza reconocer que me desmayé al ver su obra en el Teatro Español, tampoco se me caen los anillos por reconocer que, de entrada, no supe si creerle. Que me entraron dudas. Por suerte era tan grande el respeto que le tenía, que en lugar de expresarle estas dudas, de preguntarle si por lo que sea me estaba dando largas, me despedí educadamente: “Entesos. Adéu”. Diez minutos después, le fulminaba el infarto.
Tras fulminarle a él, la muerte nos fulminó a todos los demás como una bomba de desolación, rabia y sí, también culpa. De repente todo el mundo tenía algo que decir sobre el caso Joan Ollé, algo que ojalá no se hubieran callado durante meses y meses. De repente había públicos, encendidos debates, sobre si Joan era más o menos de su padre o de su madre, más indepe o más del PSC o más amigo de Mario Vargas Llosa.
La consellera de Cultura de la Generalitat, Natàlia Garriga, le “reivindicó” en un tuit muy criticado por sacar a relucir las acusaciones de abusos como si estas siguieran vigentes. Gente que puso a parir a la consellera por esto se había cuidado mucho de poner la mano en el fuego por Joan Ollé cuando él más lo necesitaba. A su ceremonia laica de despedida asistimos cerca de medio millar de personas, entre ellas un ministro y un expresidente de la Generalitat, ambos socialistas.
Yo considero a Joan Ollé uno de los seres más grandes y más trágicos que ha dado el siglo XX, más que Mijaíl Gorbachov, muerto el mismo día. Por lo menos Gorbachov vio caer la URSS y llegar la perestroika. Joan Ollé se ha muerto sin ver el fin de la oscuridad que ahora mismo pesa como una losa sobre la cultura catalana, cultura en la que él fue un gigante mientras se pudo pensar y decir lo que se quisiera.
Ahora no es así. Y no sabemos cuándo volverá a serlo.