El día después
La mirada crítica hacia ese pasado, no significa ni mucho menos exculpar a Putin. Pero hay que ir pensando en el día después, en el que solo se plantean dos soluciones: o apostar por una Europa “del Atlántico a los Urales” o seguir tratando a Rusia como apestada.
A los pocos días de comenzar la primera tragedia europea del siglo XX, en el verano de 1914, Stefan Zweig publicó en el diario alemán Berliner Tageblatt un artículo titulado “A los amigos en tierra extraña”. El escritor austríaco, europeísta convencido avant la lettre, lo escribió sin duda conmocionado por una guerra entre europeos como no se había conocido en 100 años. Pero por supuesto el continente que iba en aquel momento hacia su suicidio, no tenía nada que ver con el de 1789-1814.
Era un lugar por el que, salvo en el estado zarista, se circulaba sin pasaporte, donde intelectuales y científicos, así como ciudadanos de a pie, establecían amistades y colaboraciones o, incluso, matrimonios. Quizá todo ello minusvalorando lo que se llamaba la “paz armada”. En síntesis, lo que quería dejar claro Zweig era que, a pesar de la ola de chovinismo, él no iba a romper con los amigos que vivían al otro lado de las trincheras; pensando, sobre todo, en que la guerra acabaría algún día y habría que recomponer los lazos, superando rencores.
Uno de esos amigos, Romain Rolland, respondió con un “Je ne quitterai jamais mes amis”. Y a las pocas semanas, a finales de setiembre, el escritor francés publicaba otro artículo, titulado Au-dessus de la mêlée (Por encima de la pelea) en el Journal de Genève. Posiblemente lo hacía en Suiza porque dudara que algún diario francés lo aceptase, pero también porque así era más probable que llegara a sus amigos “en tierra extraña”.
Era un homenaje al humilde soldado galo (el poilu), conducido al sacrificio; trataba de bárbaro y enemigo de la Humanidad al militarismo prusiano, pero, al mismo tiempo, evocaba las glorias culturales alemanas y reconocía que el país creador de ellas se enfrentaba a otra barbarie. Barbarie personificada en los cosacos, de los que en París, un siglo después de la ocupación postnapoleónica, había aún el recuerdo de un comportamiento alejado de los hábitos civilizados. A Rolland el artículo le costó el exilio.
La situación actual me ha hecho venir a colación ambas referencias. Es indudable que la agresión de la que ha sido objeto Ucrania ha producido una ola de rusofobia, que va más allá de la condena que merece Putin; fobia, a la que quiero dejar bien claro, no me sumo. Y no solo porque yo también tengo algún viejo amigo (querido Leonid) en aquella tierra que se nos quiere presentar como extraña, sino también porque si llegamos a superar sin apocalipsis la situación y la pesadilla de ese nuevo cosaco, habrá que hacer no algo, sino mucho, para superar odios e integrar a Rusia en el espacio común europeo.
Un país que está muy lejos de la caricatura que se nos presenta estos días donde, según la interpretación de ciertos tribuletes, no ha habido otra “intelectualidad” que los antecesores de Dugin. Olvidan la labor modernizadora de Pedro el Grande o de la ilustrada Catalina II; Lemonosov; los constitucionalistas de 1825 (los decembristas); las élites del XIX que recibieron con fervor el darwinismo o ideologías políticas progresistas, como el anarquismo o el marxismo; la apertura científica e intelectual de los años posteriores a 1917,…Es cierto que durante siglos todas esas propuestas occidentalizadoras se han tenido que batirse el cobre con el anticosmopolitismo, azuzado en repetidas ocasiones por la Iglesia ortodoxa. Pero enfrentamientos semejantes los han vivido la mayoría de las naciones europeas (recordemos nuestros carlistones), aunque cabe reconocer que han sido especialmente agudos en Rusia, hasta el día de hoy. Un testimonio artístico puntual es la gran ópera de Modest Musorgski Jovanschina, siendo el propio compositor un ferviente nacionalista en el campo musical.
En el momento de la caída del socialismo real, se cometió con Rusia una injusticia que recuerda la humillación de Alemania en 1919. De entrada, se la consideró como única responsable de todo lo que se echaba en cara a la extinta Unión Soviética, como si las demás repúblicas no hubieran contribuido a la formación de la nomenklatura que gobernó la URSS (Stalin y Beria eran georgianos; Jruschev, ucraniano; Mikoyan, armenio). En lugar de apostar por la transición gradual que pretendía Gorbachov, Occidente lo hizo por la cleptocracia puesta en pie por Yeltsin. No hay que olvidar que la desastrosa gestión de ese personaje al frente de la Federación rusa, que redujo a la indigencia a millones de ciudadanos, propició que Putin fuera acogido en términos mesiánicos.
Yeltsin fue presidente de la república hasta 2000, cohabitando (1999-2000) con Putin como primer ministro. La primera oleada de ingresos de países del antiguo pacto de Varsovia en la OTAN, se registró ya en 1999 (Hungría, Polonia, República Checa). ¿Deberíamos concluir quizá que se tuvo una visión premonitoria de lo que significaría la llegada de Putin a la presidencia? Por otro lado hay suficiente material desclasificado que demuestra que, en 1990, EEUU y la todavía URSS habían llegado a un acuerdo de principio para que dicha alianza militar no fuera más allá de la Alemania unificada. Y en relación a este país, cabe también recordar que con la ampliación del atlantismo hacia el este, no fue la primera vez en que se optó por una solución agresiva, en lugar de crear una zona de distensión. En marzo de 1952 se rechazó la posibilidad de acabar con la división alemana, a cambio de su neutralidad (la llamada “nota de Stalin”). Solución que, sabiamente, se adoptó para Austria en 1955.
O apostar por una Europa “del Atlántico a los Urales” o seguir tratando a Rusia como apestada
Lo hecho, hecho está, y ahora pagamos sus consecuencias. La mirada crítica hacia ese pasado, no significa ni mucho menos exculpar a Putin. Pero hay que ir pensando en el día después, en el que solo se plantean dos soluciones: o apostar por una Europa “del Atlántico a los Urales”, como defendió de Gaulle, por ejemplo; o seguir tratando a Rusia como apestada. Es decir, seguir conllevando (por utilizar un conocido término orteguiano) con el “problema” ruso; conllevable en términos termonucleares. Y la opción que la UE pudiera adoptar, si por una vez es capaz de hacerlo de forma autónoma, tendría mucha influencia para que pudiera culminar en Rusia la ya larga lucha contra el aislamiento cultural y político. De otra manera quizá nos arriesguemos a que Kaliningrado (Könisberg, la ciudad de Kant) sea el límite occidental de un gran conglomerado euroasiático, controlado desde Beijing.