El desastre de Rodalies, algo intolerable en una sociedad democrática

Es algo absolutamente intolerable en una sociedad democrática. Cuando se producen fallos graves y reiterados en la prestación de los servicios públicos más importantes, cuando algo se hace rematadamente mal, hay que dar explicaciones, pedir disculpas y cesar de forma fulminante a los responsables. O aceptar las dimisiones correspondientes. Pero aquí, no.

Una y otra vez la explotación de la red de Rodalies se empeña en demostrar que las normas de toda democracia, base de la convivencia en la vida moderna, aquí se desprecian olímpicamente.

El pasado lunes 9 de febrero ocurrió en Barcelona y poblaciones inmediatas un nuevo episodio de la serie, poco menos que de terror, que viene sucediéndose con una frecuencia verdaderamente irritante en la red ferroviaria de la aglomeración barcelonesa.

La jornada de muchas decenas de miles de personas resultó perturbada, como tantas otras veces en los meses y años pasados, por una incidencia grave en la red de Rodalies, o Cercanías, con alteraciones severas en su actividad laboral o de otro orden.  

El colapso de los convoyes obligó a desplazar a los pasajeros hacia otros medios de transporte, por lo que, inevitablemente, acabó por contagiarse a distintos ámbitos de la circulación de personas y mercancías con los resultados que se pueden imaginar fácilmente.

El bienestar de una parte importante de los ciudadanos resultó fuertemente afectado, a la vez que los flujos de todo orden que conforman la economía de la conurbación con mayor actividad productiva de España y del sur de Europa recibió un daño absurdo y gratuito.

El motivo de este nuevo episodio de caos ferroviario estuvo en el incendio que se produjo antes de las dos de la madrugada en el vestíbulo de la estación fantasma de la llamada Bifurcación Vilanova, cerca de la calle de la Marina.

El humo provocado por el fuego se extendió en toda la red subterránea por la que transcurre el tránsito interior de los trenes de RENFE y, además, llegó a afectar a algunos de los túneles del metro, alterando la circulación de los convoyes de la línea roja.

RENFE y ADIF jamás han llegado a utilizar este espacio suyo de las infraestructuras ferroviarias de la ciudad, ni tampoco se ocuparon de él en lo más mínimo. Algunos indigentes lo habrían convertido en su domicilio particular, acumulando colchones, ropa vieja, plásticos y otros desechos en enorme cantidad.

Ahí prendió el fuego y luego se extendió sin control, invadiendo todas las dependencias subterráneas que tuvo a su alcance. Como el Gobierno de España no tiene dinero para instalar ventiladores y sistemas de extracción adecuados, tuvieron que poner a los empleados de ADIF y RENFE, según cuentan, a soplar en los túneles para ventilarlos y renovar el aire.

Los responsables de ADIF, como explicaron a una atónita ciudadanía, opinan que ellos están libres de responsabilidad en el asunto. Sus explicaciones han ido por otros derroteros, tratando de desviar la culpa hacia las instituciones que no tienen competencia en el asunto. No cabe comportamiento más miserable, ni mayor deslealtad institucional.

La culpa habría sido de la policía, que, según nos dicen, no mantiene una vigilancia permanente, puntual y exhaustiva sobre el mundo entero. Tal vez –sostienen las autoridades del Ministerio de Fomento– debieron resolver el asunto los Mossos d’Esquadra.

O, quizá, la Guardia Suiza Pontificia. Parece ser, por demás, que el FBI de los Estados Unidos tampoco estuvo muy atento a la hora de prevenir y de alertar a tiempo acerca del asunto. ¿Habrase visto semejante incompetencia?  

Pero, no. La causa –a nadie se le oculta– está en el abandono culpable del Gobierno central en lo que atiende al mantenimiento de la red ferroviaria en Cataluña. Perece ser que el Ministerio de Fomento –y, desde luego, el Gobierno de España, que le dota (o no) de recursos pata cumplir sus funciones– está empeñado en demostrar, con toda desfachatez, que es capaz de hacer las cosas peor que nadie.

Resulta, además, que este desgraciado episodio no es el primero de estas características que azota a los infortunados barceloneses y otros usuarios del transporte público. La impuntualidad y suciedad de los convoyes es conocida de todos.

Las incidencias son innumerables y de toda clase. Tan pronto –se nos dice– hay niebla, como se produce una avería eléctrica, les roban el cable de cobre en las vías del Tren de Gran Velocidad AVE o se cae la tensión en la dichosa catenaria.

¿Cómo es que nada de esto ocurre en ninguna otra ciudad importante del mundo, sea Madrid o París o cualquier otra? El caso de Barcelona se diría que es puro y simple infortunio. Nadie tiene la culpa de nada.

Todo se hace bien y –contra la evidencia más patente– la Administración Central se pretende modélica en la prestación de servicios. Se diría que las más elevadas autoridades del país se han empeñado en convencer a indecisos y unionistas de Cataluña que necesitan apuntarse al independentismo para poner punto final a tan inmenso y repetido despropósito.

Lo malo de todo esto es que se está jugando con fuego. Y nunca mejor dicho. El próximo desaguisado de Rodalies –¿En una semana? ¿En un mes?– puede tener consecuencias catastróficas y causar algún accidente grave, con repercusiones a gran escala.

Urgen explicaciones satisfactorias. Y también ceses o dimisiones. Y, sobre todo, remedios urgentes. Nuestros representantes políticos –también los de los partidos de la oposición– deben exigir soluciones inmediatas.

No pueden, no deben, lavarse las manos y dejar que escampe. El Gobierno debe asumir su responsabilidad ante los ciudadanos/contribuyentes. ¿En qué se gastan Vds. nuestro dinero, señor Rajoy?