El colmo de un gobierno es convertirse en desgobierno
¿Acaso se creerá, Sánchez, un elegido por los dioses y tendrá la convicción que los demás somos tontos del bote?
Gobernar es dirigir un país con autoridad, nos dice la RAE. Sin embargo, los lúcidos romanos ya distinguieron entre hacerlo con potestas et imperium o llevarlo a cabo con auctoritas, que es algo más. Pedro Sánchez lo hace con total legitimidad democrática; por lo tanto, con la potestad que le dan las leyes.
Sin embargo, este Bahamontes de la política no dispone de la segunda nota o autoridad moral. No es fácil obtenerla porque no viene atribuida por la malla de la legalidad, sino del reconocimiento ciudadano una vez traspasa las fronteras de la partidocracia.
Churchill, De Gaulle o Adenauer llegaron a la cumbre de sus respectivos países de la mano de la ley, pero acabaron poseyendo la laureada auctoritas.
En el caso de España, tras siglos de desavenencias de todo tipo, pronunciamientos y alzamientos militares incluidos, tan solo el rey Juan Carlos y el presidente de su gobierno, Adolfo Suárez, pasaron de disponer de la legitimidad legal al reconocimiento social llegado de todas partes.
Sánchez, al paso que va, no va a disponer nunca del sello de calidad histórica que es la auctoritas. Nació cojo y cojea, cada día más. Gobernar no es hacer de actor amateur en la producción televisiva Supervivientes.
Se le podrá reconocer esta cualidad en su compleja trayectoria para alcanzar la secretaria general del PSOE e incluso la presidencia del Consejo de Ministros, bien cierto, pero gobierna desde el desconcierto y con desbarajuste.
Lo peor es haber dejado poner las manos de Unidas Podemos en el BOE
Esto es lo que se observa en la gestión de una crisis no menor como es el coronavirus. No es mala suerte, es que no da la talla. Simple y categóricamente, no da para más.
Eso es lo que se percibe en sus sermones semanales: un circunloquio pesado a más no poder. No transmite, no comunica, no seduce. Sólo intenta lograr que los muros del pantano no se derrumben por la fuerza de la inoperancia de su ejecutivo. Administra el desconcierto que producen los suyos y los de Pablo Iglesias.
En especial, éste último, que pone en un jaque mate permanente al Estado sin perder la locuacidad que le caracteriza. Un líder político que ha sabido vender como una gran victoria personal su reelección como secretario general de Podemos (92% dels votants), cuando la verdad es que tan sólo participaron en la votación 53.167 inscritos en su formación de un total de 516.49.
El analfabetismo y la incultura siempre se habían vivido como una vergüenza a esconder. Con Iglesias llegó el cambio: ahora es un mérito.
Sin embargo, no es esto lo malo; lo peor es haber dejado poner las manos de Unidas Podemos en el BOE gracias a la precariedad parlamentaria con que Sánchez gobierna España. Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, los podemitas han ido colocando verdaderos artefactos explosivos en todos los puentes que dan a la Constitución para dinamitarla con precisa suavidad.
Un cambio de régimen político por la vía de los hechos consumados. El último ejemplo –hay muchos más– es lo ocurrido con el pacto PSOE-Bildu-Podemos para cambiar de arriba abajo toda la legislación en materia contractual laboral.
No es una ocurrencia; es un atentando premeditado para hacer volar buena parte de los principios rectores de la política económica establecida en nuestra Constitución. Así de claro. Adriana Lastra se ha columpiado indignamente firmándolo en nombre de los socialistas, pero Sánchez se ha reído de todos nosotros quitándole importancia al hecho.
El colmo de Sánchez es situar su legítima ambición personal por encima de los intereses de Estado
Ya lo hizo cuando Iglesias, siendo vicepresidente del gobierno, habló de cargarse a la monarquía parlamentaria o calificó de injusta la sentencia del Supremo relativa al motín antiestado perpetrado por destacados dirigentes independentistas catalanes. ¿Acaso se creerá, Sánchez, un elegido por los dioses y tendrá la convicción que los demás somos tontos del bote? Quizás.
El colmo de todo gobierno es reconvertirse en desgobierno. Y el colmo del presidente Sánchez es situar su legítima ambición personal por encima de los intereses de Estado.
Nadia Calviño se lo recordó con elegancia y desautorizó a Iglesias. Pero es lo cierto que no podemos seguir así, y eso deberían saberlo Pablo Casado y compañía, porque si heredan un estado convertido en una especie de pollo al ast, van bien. Y todos nosotros, también, pues al final quien paga el pato es el pueblo, como siempre.