Algún día, con la distancia del tiempo como elemento imprescindible de análisis, los socialistas catalanes del PSC deberán pararse a pensar y explicarnos al resto de sus conciudadanos lo sucedido desde que Maragall asume la presidencia de la Generalitat y se convierten en el partido que tiene a la vez el gobierno autonómico, el de las cuatro capitales de provincia y un montón de importantes poblaciones catalanas siendo además parte importante del gobierno de España hasta los momentos actuales en el que ha sido desalojado no ya del poder sino hasta de la misma influencia que ejercía entre sus correligionarios del PSOE. Esta explicación nos la deben.
Y es que hasta los más fieles montillistas deberían aceptar que la marcha atrás dada por la ministra de Defensa y destacada militante del PSC, Carmen Chacón, renunciando a disputar las primarias a su compañero Alfredo Pérez Rubalcaba es un episodio más de la persistente pérdida de peso político del partido con sede en la calle Nicaragua. Y no tanto porque Chacón no haya tenido nunca opciones reales de conseguir la victoria en unas primarias frente a Rubalcaba, sino porque en ningún momento del proceso previo el PSC ha tenido la más mínima capacidad de influir en la ejecutiva del partido que aún lidera José Luis Rodríguez Zapatero. El PSC y sus líderes, ni estaban ni se les esperaba. ¡Qué diferencia entre el papel jugado por Patxi López y la invisibilidad de los representantes socialistas catalanes en este momento clave!
Derrotados sin paliativos en las últimas municipales, desalojados de la alcaldía de la poderosa Barcelona tras un proceso surrealista en el que aquí sí consiguieron impulsar unas primarias contra Hereu con el desastroso resultado ya conocido, a punto de hacer las maletas en la presupuestariamente importante Diputación de Barcelona y con una dirección en funciones desde noviembre, los socialistas catalanes esperan su Congreso extraordinario de octubre sin tener muy claro como llegar a él ni cómo salir.
La herencia de Montilla corre el riesgo de esta manera de pasar a la historia del socialismo español y catalán como uno de los más pobres legados que un dirigente pueda dejar a sus sucesores, tanto desde un punto de vista del poder ocupado como desde el punto de vista de dirección y estrategia política. El hombre que llegó a la presidencia de la Generalitat con fama de gran gestor puede dejar la secretaría general de su partido con una cuenta de resultados políticos y electorales con más números rojos que el seudo imperio de Nueva Rumasa.
Siempre hay la posibilidad, y en esto la izquierda puede llegar a ser muy hábil, de achacarlo todo a la crisis económica y así minimizar su propia responsabilidad en el desastre. Bueno, quizás valga como consuelo, pero poco más. Desde luego, una salida por este atajo no proporcionará a los socialistas catalanes las armas que necesitan para volver a detentar el liderazgo político al que seguramente deben aspirar.