El caos como último recurso

A la violencia callejera, el independentismo brinda un móvil, un discurso, un ejemplo, una oportunidad, una justificación, una meta y una consigna

En 1993, Hans Magnus Enzensberger publica uno de los mejores ensayos del último cuarto del XX. En Perspectivas de guerra civil, el autor disecciona un nuevo vandalismo que es la expresión de una suerte de guerra civil molecular que ha estallado en las metrópolis de nuestras sociedades desarrolladas.

Un vandalismo que no distingue el bien del mal y acumula rabia y odio. Una violencia que refleja la tendencia destructiva y autodestructiva –la pulsión de muerte del doctor Freud o el nihilismo que alimenta el desorden y la metástasis sociales que ya percibió Dostoievski– del ser humano.

En Cataluña, a la manera de Hans Magnus Enzensberger, ha brotado –o rebrotado, si tenemos en cuenta la áspera historia de la Cataluña del XIX y XX– una variedad de dicha violencia.

Si la violencia de finales del XX adopta la máscara de la liberación o el levantamiento revolucionario, la violencia callejera desatada ahora en Cataluña por el independentismo es la expresión de la lógica de la devastación nacionalista.    

Una lógica que somete el individuo al colectivo, modela la consciencia del sujeto, convierte el ciudadano en un actor gregario, impone su Idea, fractura la sociedad y destruye en lugar de construir. Devastar: reducir, arruinar, arrasar. Cosa que se consigue través de actos y acciones.

Actos y acciones –de la liquidación de la legalidad el 6 y 7 de septiembre de 2017 a la violencia callejera de octubre de 2019 pasando por la celebración del referéndum ilegal– que buscan el reconocimiento propio –es decir, la negación del Otro– mediante el desafío y el enfrentamiento sistemáticos.

Entre los detenidos, existe una mayoría de jóvenes que se han educado en la escuela catalana y se han socializado con los medios de comunicación catalanes

Al respecto, bien puede decirse –parafraseando a Descartes– que el independentismo catalán existe en la medida que vulnera la legalidad democrática, practica la deslealtad institucional y perturba el orden público. Si nos detenemos en el orden público, una parte del independentismo catalán –sacando a colación a Friedrich Nietzsche– habría entrado ya en la fase leonina o destructiva.

Ejemplos, entre otros: sabotajes a infraestructuras, quema de contenedores, motocicletas y automóviles, lanzamiento de objetos, cohetes, ácido y cócteles Molotov a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, intento de asalto del Parlamento de Cataluña, y hostigamiento a la Delegación del Gobierno en Cataluña y a la Jefatura Superior de Policía de Barcelona.

La violencia callejera, ¿cosa de infiltrados? Veamos. ¿Es posible la existencia de miles de infiltrados en las cuatro capitales catalanas y otras ciudades? Altamente improbable. ¿Algunos infiltrados antisistema, anarquistas o gente con necesidad de adrenalina, afán de notoriedad y diversión que poco tienen que ver con el independentismo? Muy probable.

Lo que sí sabemos es que, entre los detenidos, existe una mayoría de jóvenes catalanes sin antecedentes penales que se han educado en la escuela catalana y se han socializado con los medios de comunicación catalanes. Añadan: son hijos del referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017 al que asistieron acompañando a sus padres.

Que la violencia callejera es un producto del independentismo lo dice Vicent Partal, nada sospechoso de españolismo: “Lo preocupante es la campaña de criminalización de la nueva generación de jóvenes, de nuestros chicos… que hace días que plantan cara sin desfallecer al autoritarismo y la inenarrable violencia policíaca de que son objeto… Hay una generación joven que ha decidido que ahora se libra el combate de su vida, porque si no lo ganan no tendrán futuro, ni ellos ni Cataluña” (Prou mentides: són els nostres xiquets, els fills de l’1-O, volen guanyar i mereixen el nostre suport, 19/10/2019).

A la violencia callejera, el independentista tradicional le brinda un móvil (el Estado represor), un discurso (la nación elegida), un ejemplo (el incumplimiento de la legalidad y la norma), una oportunidad (la calle es vuestra), una justificación (abusos policiales), una meta (la consecución de la independencia), una condena tardía (con un entusiasmo perfectamente descriptible) y la comprensión (titular de Economía Digital: “La Generalitat pide libertad para los detenidos en los disturbios”) y una consigna (“Libertad”).

La pregunta clave: ¿cuál es el objeto de la violencia callejera? ¿La libertad de los presos? No

Un ejemplo lacerante: ¿qué dicen los grupos independentistas en el Parlamento de Cataluña ante los detenidos por presunta pertenencia a organización terrorista? Unos, callan. Otros, manifiestan una prudencia exquisita. Los de más allá, niegan, se solidarizan y protestan. Y los últimos jalean a los detenidos gritando “libertad”. Una sociedad enferma.

Y Ada Colau que, en una declaración institucional, afirma que “hay que escuchar qué está diciendo la gente joven estos días… y no criminalizar, saber separar lo que son actitudes violentas de lo que es un malestar muy grave, profundo, que proviene de la frustración de una generación que no se siente representada ni escuchada y que tiene mucho que aportar”. Hay gente que no entiende que el buen salvaje no existe.

La pregunta clave: ¿cuál es el objeto de la violencia callejera? ¿La libertad de los presos? No. ¿Un suceso inesperado que beneficie a la causa? Quizá. La violencia callejera quiere instalar el caos como último recurso y oportunidad de un proyecto de independencia fallido. La violencia callejera –como el independentismo– desea una reacción contundente del Estado que posibilite el resurgimiento y unidad de un movimiento fracasado y frustrado.

Y el caso es que la violencia callejera parece cuajar en determinados ambientes.

Ahí está un reputado historiador que dice que “es necesario, pues, buscar otras manifestaciones de la violencia ‘pacífica’, de la reivindicación intransigente, de la defensa enconada de los derechos nacionales propios” (Jaume Sobrequúes i Callicó, Quina violència?, 22/9/2019).

Ahí está un articulista de referencia del independentismo radical: “el fuego nos ha ayudado a ver que, en la autonomía, nunca habrá ningún tipo de poder para el pueblo. Y mirad si las llamas son preciosas y permiten ver cosas, que ayer Barcelona celebraba su ira… Contra lo que dicen los cursis, la violencia funciona y tiene toda la legitimidad del mundo cuando defiende una idea grande, bella y por la cual valga la pena romperse la cara” (Bernat Dedéu, Bienvenidos al caos y Recapitulemos, 17/10/2019 y 20/10/2019).

La violencia callejera o un odio repleto de elementos telúricos (la llamada de la Tierra), que genera una mística agresiva (la lucha como camino de perfección) y vengadora (la acción como desagravio), y engendra una subcultura de la violencia que obedece a la llamada de la Nación y el Pueblo.

Cataluña está viviendo una “guerra civil”

Una hybris –una desmesura– al servicio de una estrategia de la destrucción y autodestrucción que conduciría –creen– a un caos liberador que, gracias a la espiral acción y reacción, abriría las puertas de la independencia por la vía neoeslovena de la internacionalización y la negociación.  

Y después de la Semana Vandálica, ¿qué? El monstruo sigue ahí. Sea con adoquines o fuego, o con marchas, cánticos y bolsas de basura, o con todo a la vez convenientemente modulado. La doble faz del independentismo: festiva y rabiosa. Vale decir que al independentismo oficial le cuesta controlar una violencia y un movimiento que, de alguna manera también va contra ellos, y contribuye a que se cueza en su propia salsa o se ahogue en sus miserias.   

Volvamos a la realidad. Recuperemos a Hans Magnus Enzensberger. Cataluña está viviendo una “guerra civil” –un conflicto enquistado–, instigada por una minoría que hace “imposible cualquier convivencia civilizada”. Así es la tierra prometida de la República Catalana.

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