El camino de la discordia de Pedro Sánchez
Carles Puigdemont se reunió con un emisario de Vladimir Putin horas antes de declarar infructuosamente la independencia de Cataluña
Tras negarlo en repetidas ocasiones, no ha tenido más remedio que reconocerlo. Carles Puigdemont se reunió con un emisario de Vladimir Putin horas antes de declarar infructuosamente la independencia de Cataluña. No tenía las prometidas estructuras de Estado, tampoco una mayoría social, ni siquiera otro apoyo internacional, pero, con todo, decidió jugar con el fuego del Kremlin. La injerencia rusa durante el procés ya ha sido acreditada por numerosas instituciones de diferentes países. La irresponsabilidad política y la polarización social fabricó en Cataluña un contexto tentador para quienes pretendían desestabilizar la Unión Europea.
Ahora, sin embargo, hemos descubierto, gracias a una investigación del consorcio de medios internacionales Organized Crime and Corruption Project (OCCRP), que Puigdemont recibió en la Casa dels Canonges, residencia oficial del presidente de la Generalitat, al exdiplomático Nikolai Sadovnikov. Allí se habló de una operación político-mafiosa que incluía apoyo militar y financiero. Acostumbrado a escenarios como el conflicto sirio, Sadovnikov no plantearía, ni mucho menos, una “revolució dels somriures”. Estuvimos al borde del abismo.
Al lunes siguiente la sedición de Puigdemont acabaría en la parte trasera de un automóvil con destino a Waterloo, pero sigue habiendo demasiados interrogantes en torno a la trama rusa del procés. ¿Hasta qué punto en Junts per Catalunya han estado o están dispuestos a ser el tonto útil de Putin? ¿Siguen los contactos? ¿Hasta dónde han penetrado los tentáculos de los agentes de la discordia? ¿Por qué el actual govern de Pere Aragonès no condena, ni investiga, ni rompe con aquellos que abrieron las puertas de Cataluña al principal enemigo de Europa?
En cualquier sociedad democráticamente sana la revelación de una reunión de este tipo significaría un terremoto político. Aquí, de momento, solo podemos conjeturar que la renuncia de Elsa Artadi a su candidatura en Barcelona tiene algo que ver con estas infamias. Pero es mucho suponer. Los medios públicos catalanes han silenciado todo lo que tiene que ver con la trama. Eso sí, han dado total cobertura a la mascarada de Bàscara, pueblo ampurdanés que levantó durante unas horas el primer control fronterizo de la República Imaginaria de Cataluña. Incluso El Periódico, medio que forma parte del consorcio que destapa el caso, le ha dado al asunto un trato mucho menos relevante de lo que merece por su gravedad. Este debería ser el auténtico ‘catalangate’ y no el archipublicitado artículo de The New Yorker basado en un informe elaborado por una persona que cobró de la Generalitat y falsificó su currículum.
Donde sí se han tomado decisiones ha sido en Madrid, aunque en sentido contrario a la decencia democrática. Las amistades peligrosas de Puigdemont, las promesas de reincidencia y la orquestación de acciones violentas como las de Tsunami Democràtic en 2019 justificaban de sobras la investigación por parte de los servicios de inteligencia del Estado. Pero, lejos de romper con el separatismo, Pedro Sánchez se ha aferrado a su enfermiza ambición y ha roto cualquier lealtad con España al cesar a la directora del CNI. Esquerra ha olido sangre y dice que poco le parece. El “no es no” del presidente del Gobierno al Partido Popular han encarecido sobremanera los votos del separatismo.
La última sesión de control en el Congreso de los Diputados mostró a un Sánchez dispuesto a todo, también a prender la mecha de la discordia en nuestro país. Para qué van a querer la independencia los de Esquerra, si les han entregado el Estado. El ejecutivo español no solo ha copiado las formas del procés, también el fondo. Nunca en nuestra democracia habíamos sufrido un presidente tan agresivo con una oposición democrática que, por otra parte, siempre le ha tendido la mano cuando el país lo ha necesitado. El miércoles Sánchez fue incapaz de dar explicaciones a lo injustificable y se limitó a insultar al Partido Popular y a mofarse de Ciudadanos. Al otrora purgado Edmundo Bal le espetó que, a pesar de creerse muy inteligente, nadie le votaba. Este podría haberle contestado que, a pesar de creerse muy guapo, su sanchidad no es nada elegante.
En definitiva, mientras los españoles estamos sufriendo el acelerado empobrecimiento que supone la inflación desbocada, el Gobierno se dedica a debilitar el Estado. Quizás estemos ante los últimos estertores del sanchismo. Quizás Andalucía confirme el necesario cambio de ciclo electoral. Pero la realidad, hoy, es que a la crisis económica se le suma una crisis política sin precedentes. Sánchez, como Puigdemont, parece no tener límites morales, llama a las peores puertas y somete el prestigio de las instituciones a un proyecto personalista y divisivo. Ha emprendido el camino de la discordia. La democracia se resentirá gravemente.