El bilingüismo cordial

El actual sistema monolingüe en catalán tiene la “virtud” de restar oportunidades de futuro a los hijos de las familias catalanoparlantes y, además, de cercenar los derechos de los hijos de las castellanoparlantes

La apelación al “bilingüismo cordial” del flamante presidente del Partido Popular no gustó a quienes no quieren bilingüismo y tampoco a quienes no quieren cordialidad, pero conectó con el sentir general de una sociedad catalana más pragmática y sensata que la parodia procesista. El concepto acuñado por Alberto Núñez Feijóo no solo coincide, pues, con la legalidad y el sentido común, sino también con el deseo de la amplísima mayoría de los catalanes. A finales del 2020, Sociedad Civil Catalana presentó una encuesta elaborada por GAD3 en la cual dos tercios de los catalanes manifestaban preferir una escuela trilingüe, en catalán, castellano e inglés, y solo un 9 % apostaba por continuar con una sola lengua vehicular. Se rompían tópicos y se mostraba una realidad oculta tras la propaganda nacionalista.

Y es que el actual sistema monolingüe en catalán tiene la “virtud” de restar oportunidades de futuro a los hijos de las familias catalanoparlantes y, además, de cercenar los derechos de los hijos de las castellanoparlantes. Unos no pueden aprender correctamente una lengua con la que podrían comunicarse con 500 millones de personas; y los otros ven su lengua materna vetada en la escuela a pesar de tratarse de una lengua oficial, algo inédito en el resto del mundo civilizado.

Manifestación convocada por varios sindicatos en Barcelona a favor de la inmersión lingüística en catalán. EFE/ Quique García

Parecería totalmente lógico que la escuela pública en una sociedad bilingüe como la catalana fuera precisamente bilingüe. No obstante, la lógica no es de uso común en la elite política catalana. Esta prefiere un sistema inflexible y excluyente, aunque suponga un empobrecimiento cultural y económico, ya que así obtiene un mayor control social. Una sociedad con pocos recursos no se atreverá a competir y otorgará todo el poder a la administración. Ese es el plan iliberal del nacionalismo, aunque este no lo reconozca públicamente. Por ello, intoxica con mentiras e hipocresías todo el debate en torno al modelo lingüístico en las escuelas catalanas.

La primera mentira es el propio nombre de inmersión lingüística. Esta es lo que hacemos cuando vamos a estudiar una lengua en un país extranjero: sumergirnos en un contexto lingüístico diferente al de nuestra familia. Así pues, los catalanoparlantes no estarían en un sistema de inmersión si este tiene como única lengua vehicular el catalán. Es, por lo tanto, más correcto definir el actual modelo como monolingüe o de exclusión, ya que, por otra parte, el castellano es tratado como una lengua extranjera.

La segunda mentira es el supuesto éxito del modelo, como tanto gusta repetir a nacionalistas y socialistas. Arguyen que el nivel de castellano de los estudiantes catalanes es igual o superior al del resto de los españoles, pero esta afirmación es una invención más. No hay ninguna prueba que permita la comparación del grado de conocimiento, aunque solo hay que ver el nivel en castellano de algunos políticos nacionalistas. Memorable fue el discurso de Marta Rovira en el Congreso de los Diputados. Pero si la calidad no permite confirmar su éxito, tampoco lo hace la cantidad, porque el uso social del catalán entre los jóvenes está en retroceso. La politización y la imposición están convirtiendo el catalán en una lengua antipática. Quién lo iba a decir: el peor enemigo de la lengua es el propio nacionalismo.

En fin, si fuera un modelo de éxito sería copiado por otras comunidades autónomas o países bilingües. Y no es, para nada, el caso. Fuera de España no encontrarán un país que permita el arrinconamiento de una de sus lenguas oficiales, mientras que en el resto de las autonomías bilingües encontramos sistemas educativos de conjunción lingüística que van del bilingüismo perfecto o cordial de Galicia, donde se estudian las mismas horas en castellano que en gallego, al sistema de varias líneas del País Vasco. Más allá de Francina Armengol y Ximo Puig, el mundo no mira a los nacionalistas catalanes.

La tercera mentira repetida por el nacionalismo, con la pretensión de matar el debate, es que la mal llamada inmersión es un modelo de consenso. Ya hemos visto como dos tercios de catalanes prefieren el trilingüismo. Prefieren normalizar en las escuelas lo que es normal en la calle. Saben que, en cuestión de lenguas, sumar es siempre mejor que restar. Lo saben incluso los hijos de la elite política nacionalista. Y, por eso, a las tres mentiras hay que sumar una hipocresía, una gran hipocresía.

Mientras defienden un sistema monolingüe y empobrecedor para la mayoría, ellos matriculan a sus hijos en escuelas privadas trilingües. Quieren, como es normal, que sus hijos aprendan perfectamente el castellano y el inglés y puedan prosperar en un mundo competitivo como el actual. Lo que no es normal, ni tampoco moral, es que no permitan que los hijos del resto de los catalanes tengan las mismas oportunidades en las escuelas públicas.

Así pues, el bilingüismo cordial de Feijóo desmonta las mentiras y la hipocresía del nacionalismo con un discurso por elevación. Catalán sí, y castellano e inglés también. Esta es una manera inteligente de plantear el debate, hablando de derechos y de oportunidades, de sumar, mientras la Generalitat se enroca en un fortaleza emocional cada día más endeble, porque, más allá de la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, el nacionalismo empobrecedor está perdiendo también la batalla de la calle.